Cómo el santo temor de Dios y la humildad nos abren la puerta hacia la intimidad con Dios
Adolfo J. Castañeda, MA, STL
Director de Educación
Vida Humana Internacional
El Cardenal Robert Sarah, oriundo de Guinea, África, pero radicado en Roma, ha escrito tres excelentes libros acerca de la crisis de valores que vive Occidente: “Dios o nada”, “El poder del silencio” y “Se hace tarde y anochece”. Recomiendo los tres libros a todo católico preocupado por la peligrosa decadencia que vive nuestra cultura judeocristiana occidental. De hecho, recomiendo estas tres obras a cualquier persona de buena voluntad a quien también le preocupa la crisis de valores que vivimos.
El Cardenal Sarah muy atinadamente señala que la raíz de la crisis, tanto en la Iglesia Católica como en el resto del mundo occidental, es de índole espiritual. Más concretamente indica que muchos cristianos tristemente han perdido el sentido de lo sagrado. Esa pérdida se percibe en cómo la gente se comporta de manera despreocupada dentro de los templos católicos. Son pocos los que reverencian el Santísimo Sacramento con todo el respeto, el silencio y el recogimiento que se merece Nuestro Señor.
Su Eminencia también se queja, y con toda razón, de la liviandad o banalidad conque celebramos la liturgia, especialmente el Santo Sacrificio de la Misa. Tal parece que hemos perdido el sentido de lo sagrado y del santo temor de Dios. Son pocos los católicos que pasan tiempo en silencio y adoración íntima ante el Santísimo Sacramento. Peor aún: ¡hay feligreses que se la pasan conversando durante esos minutos tan sagrados antes del comienzo de la Misa o incluso durante Ella!
En una magistral reflexión sobre el pasaje evangélico de la pesca milagrosa, el Cardenal Sarah nos conduce al descubrimiento de lo que a primera vista parecer ser una paradoja. Basándose en este episodio milagroso, Su Eminencia nos enseña que para poder entrar en una íntima comunión con Dios, tenemos que primero acercarnos a Él con una gran humildad y un profundo sentido del temor santo de Dios. El pasaje se encuentra en Lucas 5:1-11. Aunque es un poco largo, vale la pena reproducirlo:
5 Aconteció que estando Jesús junto al lago de Genesaret, el gentío se agolpaba sobre él para oír la palabra de Dios. 2 Y vio dos barcas que estaban cerca de la orilla del lago; y los pescadores, habiendo descendido de ellas, lavaban sus redes. 3 Y entrando en una de aquellas barcas, la cual era de Simón, le rogó que la apartase de tierra un poco; y sentándose, enseñaba desde la barca a la multitud. 4 Cuando terminó de hablar, dijo a Simón: Boga mar adentro, y echad vuestras redes para pescar. 5 Respondiendo Simón, le dijo: Maestro, toda la noche hemos estado trabajando, y nada hemos pescado; pero en tu palabra echaré la red. 6 Y habiéndolo hecho, encerraron gran cantidad de peces, y su red se rompía. 7 Entonces hicieron señas a los compañeros que estaban en la otra barca, para que viniesen a ayudarles; y vinieron, y llenaron ambas barcas, de tal manera que se hundían. 8 Viendo esto Simón Pedro, cayó de rodillas ante Jesús, diciendo: Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador. 9 Porque por la pesca que habían hecho, el temor se había apoderado de él, y de todos los que estaban con él, 10 y asimismo de Jacobo y Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón. Pero Jesús dijo a Simón: No temas; desde ahora serás pescador de hombres. 11 Y cuando trajeron a tierra las barcas, dejándolo todo, le siguieron.
La parte que más nos interesa es la dramática reacción de Pedro en los versículos 8 y 9: “Viendo esto Simón Pedro, cayó de rodillas ante Jesús, diciendo: Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador. 9 Porque por la pesca que habían hecho, el temor se había apoderado de él, y de todos los que estaban con él.”
Pedro hubiera podido reaccionar ante este espectacular milagro de otra manera. Hubiera podido decir a Jesús: Maestro, ¡esto es magnífico! Con otra pesca así, ¡haremos tremendo negocio! En otras palabras, Pedro hubiera podido banalizar este acontecimiento y tratar a Jesús como un milagrero que simplemente había venido al mundo a resolver nuestros problemas materiales.
Pero Pedro, al igual que sus compañeros, se dio cuenta de que ante ellos se encontraba Dios Mismo, el Altísimo, el que está por encima de todo. Por ello se llenaron de un santo temor. Pedro fue el más dramático de todos. Sintiendo profundamente su pequeñez ante la majestad de Dios, que de alguna manera estaba presente en aquel carpintero, en un gesto de profunda humildad y reverencia, se arroja a los pies de Jesús y le confiesa con toda la sinceridad de su corazón de que él no es digno de estar en la presencia de Dios ni tampoco de un hombre de Dios, como él percibía a Jesús en ese momento. Ya después, el Espíritu Santo le revelaría que ese humilde nazareno era nada más y nada menos que el “Hijo viviente de Dios” (ver Mateo 16:16). Pero por el momento, Pedro se queda anonadado ante su Maestro y ante la presencia de Dios que de alguna manera estaba presente en el humilde carpintero de Galilea.
La actitud de Pedro de temor ante la excelsa presencia de Dios de reconocer su propio pecado y su propia indignidad fue precisa y paradójicamente la puerta que le abrió el camino hacia la intimidad con el Absoluto. Jesús le respondió: “No temas; desde ahora serás pescador de hombres” (versículo 10). Jesús no estaba negando la experiencia de temor ante Dios de Pedro y sus compañeros. Jesús la estaba enderezando hacia su verdadero objetivo: la cercanía, la intimidad con Dios Su Padre. Jesús, a través de este acontecimiento tan espectacular nos está enseñando, a Pedro y a todos nosotros, que para poder entrar en intimidad con Dios – intimidad que nos libera de nuestros miedos, nos da la paz y nos encamina hacia la santidad – hay que pasar primero por el santo temor de Dios y la humildad.
El santo temor de Dios es uno de los siete dones del Espíritu Santo que menciona Isaías 11:1-2. No es un temor servil de Dios, no es tenerle miedo a Dios. Es la experiencia de una respetuosa y santa reverencia hacia la grandeza y majestad de Dios. Es reconocer que uno no es Dios, sino criatura e hijo de Dios.
La humildad, en este contexto, es prácticamente lo mismo. Consiste en reconocer que uno depende de Dios para todo, incluso para permanecer existiendo. Solo el santo temor de Dios y la humildad nos hacen capaces de querer aprender de Dios y de someternos a Su enseñanza y a Su Persona. El soberbio no puede entrar en intimidad con Dios. De hecho, no quiere entrar en una relación íntima con Dios. Su soberbia le hace creer que él es mejor que los demás y que no necesita a Dios. El humilde en cambio está abierto a aprender de Dios y de los demás acerca de Dios precisamente porque su humildad y su temor de Dios le permiten reconocer que él necesita de Dios y de Su sabiduría, le permiten ser dócil a las inspiraciones divinas. “El temor de Dios es el principio de la sabiduría” nos dice la Biblia en Eclesiástico 1:14.
También en el Antiguo Testamento encontramos un ejemplo muy concreto y maravilloso de cómo la humildad abre la puerta a una profunda intimidad con Dios. Se trata del gran ejemplo que nos dejó Moisés. La Biblia nos dice que “Moisés era un hombre muy humilde, más que hombre alguno sobre la faz de la tierra” (Números 12:3). Esa humildad le permitió a Moisés tener una profunda relación con Dios, más íntima incluso que cualquier otro profeta del Antiguo Testamento. Dios mismo, por medio de unas expresiones verdaderamente impresionantes describe esta profunda e íntima relación entre Él y Moisés en Números 12:6-8:
6Si hay entre ustedes un profeta, en visión me revelo a él, y hablo con él en sueños. 7No así con mi siervo Moisés: él es de toda confianza en mi casa; 8boca a boca hablo con él, abiertamente y no en enigmas, y contempla la imagen de Yahveh.
También en Éxodo 33:11, la Palabra de Dios nos dice que “Yahveh hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre con su amigo.” Y Deuteronomio 34:10, al narrar la muerte de Moisés, dice de él que “No ha vuelto a surgir en Israel un profeta como Moisés, a quien Yahveh trataba cara a cara.”
El santo temor de Dios y la humildad también aparecen en el Nuevo Testamento como la puerta hacia el conocimiento íntimo de la sabiduría de Dios y la intimidad con Él. Refiriéndonos a la sabiduría divina, Jesús, quien es la sabiduría de Dios en Persona (ver Catecismo de la Iglesia Católica [CIC], no. 1831), exclamó en una ocasión: “Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque habiendo escondido estas cosas de los sabios e instruidos, se las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque esa fue tu buena voluntad” (Lucas 10:21).
Aquí los “sabios e instruidos” no se refiere a las personas que estudian mucho y que lo hacen con humildad y respeto a Dios. En la Iglesia ha habido y sigue habiendo muchos hombres y mujeres humildes que se han dedicado con amor y devoción a estudiar la Palabra Dios y han dado mucho fruto. La frase se refiere a los arrogantes, a los que se creen más sabios que los demás y que los desprecian. Los “pequeños” se refiere no solo a los niños, sino también a los humildes y temerosos de Dios en el sentido correcto y ya explicado del término.
Sin embargo, sí es cierto que la figura del niño pequeño sigue siendo para Jesús la mejor manera de explicar la pequeñez o la humildad a la que Dios nos llama para poder entrar en una relación más íntima con Él. De esa relación brota una vida de virtud sostenida por la gracia divina que eventualmente nos conduce a la vida eterna con Dios y los hermanos. En varias ocasiones Jesús dijo a sus discípulos que había que volverse como niños para entrar en el Reino de los Cielos:
1En aquel momento se acercaron a Jesús los discípulos y le dijeron: “¿Quién es, pues, el mayor en el Reino de los Cielos?” 2Él llamó a un niño, le puso en medio de ellos 3y dijo: “Yo les aseguro: si no cambian y se hacen como niños, no entrarán en el Reino de los Cielos. 4Así pues, quien se humille como este niño, ése es el mayor en el Reino de los Cielos (Mateo 18:1-4 y paralelos en Marcos 9:33-36 y Lucas 9:46-47).
En general, los niños se dan cuenta de que necesitan de sus padres, no solo para recibir lo que necesitan, sino incluso para saber acerca de las cosas que desconocen. Sus padres lo son todo para ellos. No les queda más remedio que acercarse a ellos sin pretensiones para obtener lo que desean. En su acercamiento a sus padres los niños experimentan dos cosas que aparentan ser antagónicas, pero que en realidad se complementan mutuamente. Por un lado, siendo sus padres físicamente mucho más grandes que ellos y los que tienen autoridad sobre ellos, los niños se acercan con respeto y un poco de temor. Pero siendo sus padres quienes más los quieren, los niños se acercan con toda la confianza de saberse hijos suyos.
Y aquí está la conexión entre temor y confianza e intimidad. Por medio del santo temor de Dios nos humillamos ante Dios. Reconocemos su grandeza y nuestra pequeñez. Pero al reconocer nuestra pequeñez nos damos cuenta de que Él es nuestro Padre. Y cuando nos damos cuenta de que Él es nuestro Padre empezamos a sentir la confianza de ser sus hijos. Y al sentir la confianza de ser sus hijos perdemos el miedo a entrar en intimidad con Él.
De esta manera damos una vuelta de 360 grados y volvemos al tema del principio. Si queremos entrar en una íntima comunión con Dios tenemos que comenzar por tener un verdadero sentido de lo sagrado. Tenemos que respetar el espacio sagrado que la Iglesia nos proporciona en el templo, especialmente donde se encuentra el Santísimo Sacramento del Altar, Jesús Sacramentado. No hay presencia en la tierra más completa de Jesús que la Hostia Consagrada. Solo en ella está Cristo en su Presencia Sustancial: alma, cuerpo, sangre y divinidad (ver CIC 1374). Se trata de la presencia de Dios más excelsa que existe y, al mismo tiempo, la más cercana.
La actitud nuestra debe ser por lo tanto, una de reverencia y respeto profundísimos – el santo temor de Dios y el humillarnos ante Él. Pero acto seguido nuestra actitud debe ser de confianza filial, la confianza de un niño hacia su Padre amoroso, a cuyos brazos podemos arrojarnos en total intimidad.
Recuperemos pues el sentido de lo sagrado, el santo temor de Dios y la humildad. Dejemos a la puerta del templo nuestros egos y nuestras soberbias. Hagamos silencio, doblemos las rodillas y, si no podemos, inclinemos la cabeza y entreguemos nuestro corazón al Dios hecho hombre que nos espera, “escondido” en las especies eucarísticas.
Además de ser supremamente valiosa en sí misma, debido a que Dios Nuestro Señor merece nuestra adoración, alabanza y acción de gracias, la adoración de la Eucaristía es una poderosa arma contra la “cultura” de la muerte y la injusticia de toda clase. Y lo es más todavía cuando adoramos a Dios con un corazón puro como el de los niños. “Tú que asientas Tu majestad sobre los cielos, por boca de chiquillos, de niños de pecho, cimentas un baluarte frente a Tus adversarios, para acabar con enemigos y rebeldes” (Salmo 8:2-3).
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