Cómo hacer feliz (y santo) tu matrimonio (y tu vida) con los valores del Evangelio (II)

 

Adolfo J. Castañeda, MA, STL

Director de Educación

Vida Humana Internacional

www.vidahumana.org

 

Este artículo fue publicado en el Boletín Electrónico “Espíritu y Vida” de Vida Humana Internacional el

3 de agosto de 2023.

Vol. 07.

No. 30.

 

Y también en vidahumana.org en Temas/Cultura de la vida/Vida espiritual.

 

 

En nuestro artículo anterior presentamos este tema hablando de los principales valores del Evangelio, los cuales son las bienaventuranzas con las que comienza Jesús su Sermón en la Montaña (Mateo 5-7) y que se encuentran en Mateo 5:1-12.

 

Explicamos que las bienaventuranzas (= felicidad) son al mismo tiempo virtudes (hábitos buenos) y promesas de Jesús de llevarnos al Cielo si ponemos en práctica esas virtudes. Estas ocho virtudes en realidad constituyen el propio carácter moral y el amor que tiene Cristo en su Corazón. Jesús quiere transformarnos en “nuevas criaturas” a su imagen y semejanza por medio de la adquisición de sus propias virtudes.

 

Comenzamos con la primera bienaventuranza “pobres de espíritu”, que significa ser humilde. Explicamos qué significa esta virtud y cómo puede hacer hermoso y feliz tu matrimonio y, en realidad, toda tu vida cristiana.

 

En este segundo artículo queremos abordar las siguientes dos bienaventuranzas: “los que lloran” y “los mansos”.

 

 

¿Qué significa la bienaventuranza de “los que lloran”?

 

Esta bienaventuranza parece contradictoria. ¿Cómo va a ser posible que los que lloran sean felices? Bueno, recordemos que las bienaventuranzas, además de ser virtudes, son promesas de la vida eterna. Jesús promete que los que lloran serán consolados. Y ello es válido sobre todo para la vida eterna. Refiriéndose a los que ya están en el Cielo, la Biblia nos dice que “Dios enjugará toda lágrima de sus ojos” (Apocalipsis 7:17, el cual a su vez cita a Isaías 25:8 y 49:10-11).

 

Pero también es válido para esta vida, aunque no perfectamente como en el Cielo. Jesús mismo nos lo prometió:

 

Vengan a mí todos los que están fatigados y sobrecargados, y yo les daré descanso. Tomen sobre ustedes mi yugo, y aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallarán descanso para sus almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera (Mateo 11:28-30).

 

Pero esta bienaventuranza tiene también un significado más profundo. Según la Biblia The Didache Bible, página 1266, la cual recomiendo mucho a los que leen inglés, “los que lloran” también se refiere a “los que sufren por amor a los demás que están afligidos a causa del pecado y su consecuente separación de Dios”. Es decir, los que de verdad están comprometidos con Cristo sienten dolor por el pecado de los demás, que no solo ofende a Dios y lleva a la muerte eterna, sino que también los daña a ellos mismos. El que comete pecado, sobre todo si es grave, se daña a sí mismo, sobre todo espiritualmente (a veces sin darse cuenta) e incluso, físicamente también. Pensemos en las personas alcoholizadas o drogadictas. Pensemos también en las personas que viven una vida sexual desordenada: fornicación, adulterio, homosexualidad, anticoncepción, enfermedades de transmisión sexual, incluyendo el SIDA, etc. Pensemos también en el daño y el dolor que causan a sus familiares y demás seres queridos: hijos, cónyuges, padres, abuelos, amigos, etc., que se preocupan y sufren por ellos.

 

Los que quieren seguir a Cristo deben estar dispuestos a amar “hasta que les duela”, como decía la Madre Teresa. Al que ama de verdad le duele el pecado y el sufrimiento de los demás (y, por supuesto, el suyo propio). Es precisamente porque aman que les duele y se preocupan por los demás. El dolor ajeno que les causa el pecado y el sufrimiento de otros es precisamente una de las razones que les impulsa a actuar, a hacer algo por su conversión y alivio. Claro, también les duele el sufrimiento y la muerte de los inocentes, como es el caso, por citar solo dos ejemplos, del aborto y la eutanasia.

 

Es muy significativo observar que, en al menos en dos ocasiones, Jesús mismo lloró o mostró un profundo dolor. La primera ocasión fue por la muerte de su amigo Lázaro:

 

32 María (hermana de Marta y Lázaro), cuando llegó a donde estaba Jesús, al verle, se postró a sus pies, diciéndole: Señor, si hubieses estado aquí, no habría muerto mi hermano. 33 Jesús entonces, al verla llorando, y a los judíos que la acompañaban, también llorando, se estremeció en espíritu y se conmovió34 y dijo: ¿Dónde le pusisteis? Le dijeron: Señor, ven y ve. 35 Jesús lloró36 Dijeron entonces los judíos: Mirad cómo le amaba (Juan 11:32-36).

 

Uno se podría preguntar: ¿por qué Jesús lloró por Lázaro si él mismo sabía que lo iba a resucitar? Pero es que a Dios, Autor de la vida, le duele la muerte de sus criaturas. La muerte contradice por completo el plan original y amoroso de Dios, que ama todo lo que Él ha creado y quiere que tenga vida. En efecto, la Biblia nos enseña que: Mucho le cuesta a Yahveh la muerte de los que lo aman (Salmo 116:15). Y también dice:

 

Porque Dios no hizo la muerte ni se alegra con la destrucción de los vivientes… Dios creó al hombre para la inmortalidad y lo hizo a imagen de Su mismo Ser, pero la muerte entró en el mundo por envidia del diablo, y la experimentan sus secuaces…Amas a todos los seres y no aborreces nada de lo que hiciste; pues si algo odiaras, no lo abrías creado (Sabiduría 1:13; 2:23-24 y 11:24).

 

La segunda ocasión en que Jesús mostró un profundo dolor fue aún más significativa. En el caso de Lázaro lloró por la muerte física de un hombre justo. En esta segunda ocasión, Jesús se lamentó por su pueblo por haberse apartado de Dios y no querer volverse a Él en la persona de Su Hijo Jesucristo:

 

37 ¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas, y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta sus polluelos debajo de las alas, y no quisiste! 38 He aquí vuestra casa os es dejada desierta. 39 Porque os digo que desde ahora no me veréis, hasta que digáis: Bendito el que viene en el nombre del Señor (Mateo 23:37-39; ver también Lucas 13:34-35).

 

La Biblia también nos dice que Jesús expresó su dolor por los pecadores y su gran deseo de salvarlos por medio de su oración llena de amor:

 

[Jesús], habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarlo de la muerte, fue escuchado por su actitud reverente, y aun siendo Hijo, por los padecimientos aprendió la obediencia, y llegado a la perfección, se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen (Hebreos 5:7-10).

 

Es evidente que esta bienaventuranza está muy relacionada con la virtud de la compasión, de solidarizarse con el dolor de los demás. En el caso de los matrimonios, uno de los cónyuges llora por la enfermedad o pecado del otro: alcoholismo, adicción al juego, etc. Pero no se queda sufriendo en silencio, sino que reza por él o ella, le habla con compasión para ayudarlo e incluso para que busque ayuda, va donde el sacerdote y le pide consejo, pide ayuda a su grupo parroquial, etc.

 

En casos mucho menos dramáticos, el esposo o esposa que tiene compasión tiene paciencia con los defectos de su cónyuge y le ayuda a vencerlos. Le ofrece su apoyo y no le reprocha, aunque vuelva a caer. Al contrario, le da ánimo y le ofrece formas de ayuda, por ejemplo, yendo a un retiro o al grupo de la comunidad parroquial. El esposo o esposa que sufre el defecto y es corregido con respeto por su cónyuge debe acoger esa ayuda con agradecimiento y no despreciarla, sino aprovechar los consejos.

 

También los esposos deben orar juntos para vencer los defectos propios y no darse por vencidos. No usan los defectos de su esposo o esposa para humillarlo o humillarla y ejercer dominio o control sobre él o ella. Al contrario, se apoyan mutuamente en la lucha contra el pecado y en el logro de la virtud. Se consuelan el uno al otro cuando uno de los dos está atribulado.

 

Hay una aclaración muy importante que debemos plantear antes de terminar nuestra reflexión sobre esta bienaventuranza. El dolor o tristeza que sienten por los demás los que aman de verdad no es una aflicción autodestructiva, como podría ser una depresión clínica, la cual debe ser tratada enseguida con oración y tratamiento profesional. No se trata de un dolor que nos encierra en nosotros mismos, sino al contrario, es una tristeza que nos impulsa a servir a los pecadores y a los que sufren. Esta tristeza eventualmente se convierte en serenidad y aún en alegría, aún en esta vida. De manera que no debemos desanimarnos, sino poner en práctica el amor que sentimos por los demás y cuya difícil situación a veces, no siempre, nos hace llorar.

 

Jesús mismo no quiere que andemos tristes y llorando todo el tiempo. Por medio de su apóstol San Pablo nos enseñó: En cambio, el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, modestia, dominio de sí; contra tales cosas no hay ley (Gálatas 5:22-23).

 

Terminamos esta breve explicación de la bienaventuranza de “los que lloran porque serán consolados”, con esta bella exhortación de San Pablo sobre el consuelo que Dios nos da para que podamos consolar a otros – aun en medio de las tribulaciones – ya sean nuestros cónyuges o cualquiera de nuestros prójimos:

 

Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de misericordias y Dios de toda consolación, el cual nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que podamos también nosotros consolar a los que están en cualquier tribulación, por medio de la consolación con que nosotros somos consolados por Dios. Porque de la manera que abundan en nosotros las aflicciones de Cristo, así abunda también por el mismo Cristo nuestra consolación. Pero si somos atribulados, es para vuestra consolación y salvación; o si somos consolados, es para vuestra consolación y salvación, la cual se opera en el sufrir las mismas aflicciones que nosotros también padecemos. Y nuestra esperanza respecto de vosotros es firme, pues sabemos que así como sois compañeros en las aflicciones, también lo sois en la consolación (1 Corintios 1:3-7).

 

 

¿Qué significa la bienaventuranza de “los mansos”?

 

Esta bienaventuranza no significa dejarse aprovechar o abusar del otro. Todos debemos respetar y exigir el respeto de los demás cuando somos irrespetados. Ser manso significa poseer la virtud de la mansedumbre, que el mismo Cristo practicó. Volvemos a citar el pasaje anterior donde Jesús nos dice:

 

Vengan a mí todos los que están fatigados y sobrecargados, y yo les daré descanso. Tomen sobre ustedes mi yugo, y aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallarán descanso para sus almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera (Mateo 11:28-30).

 

La mansedumbre está muy relacionada con la paciencia, la amabilidad y la afabilidad, y se opone al pecado de la ira injusta. La ira injusta ocurre cuando la persona se enoja por cuestiones que no tienen tanta importancia: porque la comida estaba demasiado caliente, porque su cónyuge o familiar colocó la llave fuera de su lugar, etc. Debemos tener en cuenta que Nuestro Señor sufrió muchas incomodidades, privaciones, incomprensiones, golpes, torturas y hasta una muerte horrible por nosotros y nunca se quejó. ¿Y vamos a quejarnos y a violentarnos nosotros por cosas de poca importancia?

 

Cuando enfrentemos una situación molesta, incluso de cierta importancia – por ejemplo, la computadora se “congeló” en medio de un proyecto importante – debemos siempre rechazar la queja. Apenas nos demos cuenta de que nos hemos quejado, debemos arrepentirnos enseguida, pedir perdón al Señor (y a nuestro cónyuge o prójimo, en caso de haberlos ofendido o importunado), ofrecerle nuestra inconveniencia a Dios por la salvación del mundo y pedirle ayuda a Él y a los demás, y confiar plenamente en que Él nos va a ayudar, por grande o pequeño que sea el problema. Como me decía un amigo muy sabio: “No te quejes, pide ayuda”.

 

La queja es muy mala. Cuando se vuelve habitual causa mucho daño interior, en términos de enojo, amargura e infelicidad. También crea un ambiente tenso y negativo en el hogar o centro de trabajo. Los demás en torno nuestro se dan cuenta y se sienten preocupados, nerviosos y estresados. La convivencia se vuelve difícil y propensa a una pelea. Estamos de mal humor y se nos puede salir una palabra hiriente u ofensiva.

 

Por el contrario, la persona paciente soporta los problemas y las impertinencias de los demás. Sabe aguantar o soportar. Claro, todo tiene su límite. No tenemos por qué sufrir en silencio, quizás solo por un tiempo, hasta encontrar el momento oportuno, para intentar dialogar con el cónyuge o el prójimo para solucionar el problema y corregir con amor a la otra persona.

 

Pero en general la persona que practica la mansedumbre es paciente, amable, afable, de buen humor, agradecida, sonriente, dispuesta a servir, corrige con amor, está siempre dispuesta a perdonar y tiene una actitud positiva. No es malhumorada, cascarrabias, rencorosa, quejona, impaciente, desagradable, no alza la voz sin motivo, no es dominante, ni controladora, ni grosera, ni hiriente, no insulta, no habla mal de los demás, no es criticona, ni buscapleitos, ni perfeccionista, ni ninguna de esas otras cosas que dañan las relaciones interpersonales y hacen imposible la convivencia pacífica y armoniosa.

 

Las exhortaciones de San Pablo son muy buenas para obtener esta y otras virtudes de las bienaventuranzas (incluyendo la anterior, la de “los que lloran”). Debemos meditar en ellas y reemplazar nuestras malas actitudes con sus enseñanzas. He a continuación algunas de ellas:

 

El amor sea sin fingimiento. Aborreced lo malo, seguid lo bueno. 10 Amaos los unos a los otros con amor fraternal; en cuanto a honra, prefiriéndoos los unos a los otros. 11 En lo que requiere diligencia, no perezosos; fervientes en espíritu, sirviendo al Señor; 12 gozosos en la esperanza; sufridos en la tribulación; constantes en la oración; 13 compartiendo las necesidades de los santos; practicando la hospitalidad. 14 Bendecid a los que os persiguen; bendecid, y no maldigáis. 15 Gozaos con los que se gozan; llorad con los que lloran. 16 Unánimes entre vosotros; no altivos, sino asociándoos con los humildes. No seáis sabios en vuestra propia opinión. 17 No paguéis a nadie mal por mal; procurad lo bueno delante de todos los hombres. 18 Si es posible, en cuanto dependa de vosotros, estad en paz con todos los hombres. 19 No os venguéis vosotros mismos, amados míos, sino dejad lugar a la ira de Dios; porque escrito está: Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor. 20 Así que, si tu enemigo tuviere hambre, dale de comer; si tuviere sed, dale de beber; pues haciendo esto, ascuas de fuego amontonarás sobre su cabeza. 21 No seas vencido de lo malo, sino vence con el bien el mal (Romanos 12:9-21).

 

1 Yo pues, preso en el Señor, os ruego que andéis como es digno de la vocación con que fuisteis llamados, con toda humildad y mansedumbre, soportándoos con paciencia los unos a los otros en amor, solícitos en guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz… 31 Toda amargura, ira, cólera, gritos, maledicencia y cualquier clase de maldad, desaparezca de entre ustedes. 32 Sean amables entre ustedes, compasivos, perdonándose mutuamente como los perdonó Dios en Cristo (Efesios 4:1-3).

 

1 Por tanto, si hay alguna consolación en Cristo, si algún consuelo de amor, si alguna comunión del Espíritu, si algún afecto entrañable, si alguna misericordia, completad mi gozo, sintiendo lo mismo, teniendo el mismo amor, unánimes, sintiendo una misma cosa. Nada hagáis por contienda o por vanagloria; antes bien con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo; no mirando cada uno por lo suyo propio, sino cada cual también por lo de los otros (Filipenses 2:1-4).

 

12 Vestíos, pues, como escogidos de Dios, santos y amados, de entrañable misericordia, de benignidad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia; 13 soportándoos unos a otros, y perdonándoos unos a otros si alguno tuviere queja contra otro. De la manera que Cristo os perdonó, así también hacedlo vosotros. 14 Y sobre todas estas cosas vestíos de amor, que es el vínculo perfecto. 15 Y la paz de Dios gobierne en vuestros corazones, a la que asimismo fuisteis llamados en un solo cuerpo; y sed agradecidos (Colosenses 3:12-15).

 

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