Cómo hacer feliz (y santo) tu matrimonio (y tu vida) con los valores del Evangelio (III)

 

Adolfo J. Castañeda, MA, STL

Director de Educación

Vida Humana Internacional

www.vidahumana.org

 

Este artículo fue publicado en el Boletín Electrónico “Espíritu y Vida” de Vida Humana Internacional el

25 de agosto de 2023.

Vol. 07.

No. 32.

 

Y también en vidahumana.org en Temas/Cultura de la vida/Vida espiritual.

 

 

En nuestro artículo anterior presentamos este tema hablando de los principales valores del Evangelio, los cuales son las bienaventuranzas con las que comienza Jesús su Sermón en la Montaña (Mateo 5-7) y que se encuentran en Mateo 5:1-12.

 

Explicamos que las bienaventuranzas (= felicidad) son al mismo tiempo virtudes (hábitos buenos) y promesas de Jesús de llevarnos al Cielo si ponemos en práctica esas virtudes. Estas virtudes en realidad constituyen el propio carácter moral y el amor que tiene Cristo en su Corazón. Jesús quiere transformarnos en “nuevas criaturas” a su imagen y semejanza por medio de la adquisición de sus propias virtudes.

 

En el primer artículo de esta serie, comenzamos con la primera bienaventuranza “pobres de espíritu”, que significa ser humilde. Explicamos qué significa esta virtud y cómo puede hacer hermoso y feliz tu matrimonio y, en realidad, toda tu vida cristiana.

 

En el segundo artículo abordamos el tema de las bienaventuranzas de “los que lloran” y de “los mansos”.

 

En este tercer artículo queremos reflexionar sobre las bienaventuranzas de “los que tienen hambre y sed de justicia”, “los misericordiosos” y “los limpios de corazón” (versículo 6, 7 y 8).

 

 

¿Qué significa la bienaventuranza de “los que tiene hambre y sed de justicia”?

 

A primera vista, esta bienaventuranza no parece tener nada que ver con hacer feliz y santo el matrimonio. Tal parece que se refiere a los que están trabajando para que nuestra sociedad sea más justa.

 

Sin embargo, la palabra “justicia” en este contexto no se limita a la importante virtud cardinal de la justicia que significa dar a los demás lo que les es debido. Significa también “rectitud moral” o “santidad”. Este sentido más amplio se percibe claramente cuando Jesús, más adelante en ese mismo Sermón de la Montaña, nos enseña que:

 

17 No penséis que he venido para abrogar la ley o los profetas; no he venido para abrogar, sino para cumplir. 18 Porque de cierto os digo que hasta que pasen el cielo y la tierra, ni una jota ni una tilde pasará de la ley, hasta que todo se haya cumplido. 19 De manera que cualquiera que quebrante uno de estos mandamientos muy pequeños, y así enseñe a los hombres, muy pequeño será llamado en el reino de los cielos; pero cualquiera que los haga y los enseñe, este será llamado grande en el reino de los cielos. 20 Porque os digo que si vuestra justicia no fuere mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos. (Mateo 5:17-20.)

 

Está claro que con la palabra “justicia” Cristo se está refiriendo al cumplimiento de la totalidad de la ley de amor de Dios, cuyos principales principios son los Diez Mandamientos, los cuales se resumen en el amor a Dios y al prójimo. Ver Mateo 22:34-40.

 

Observemos también que Jesús nos está advirtiendo que nuestra justicia o rectitud debe ser mayor que la de los escribas y fariseos. Sabemos, por los debates que tuvo Cristo con estos líderes religiosos, que ellos se limitaban a una observancia externa de la Ley de Dios y no vivían un cumplimiento motivado por el amor a Dios y al prójimo que surge del corazón. Precisamente Jesús pone en guardia, en este mismo sermón en Mateo 6:1-4, contra un cumplimiento hipócrita de la justicia y de la práctica piadosa de dar limosna motivado por la vanagloria, para que la gente nos vea, y no por amor a Dios y a los demás.

 

Por consiguiente, está claro que el hambre y sed de justicia se refiere a un sincero deseo de cumplir los mandamientos de amor de Dios y así vivir en santidad. Si los esposos se proponen y se empeñan en vivir en santidad, no solamente su matrimonio será santo, sino feliz también. La felicidad, parcialmente en esta vida y plenamente en la vida eterna, se logra precisamente viviendo en santidad, cumpliendo los mandamientos de Dios, los cuales nos indican cómo se vive el amor a Dios y al prójimo como a uno mismo (ver Marcos 12:28-34). La razón de esto, es que la felicidad se encuentra en tener a Dios en nuestro corazón al cumplir Sus mandamientos: Quien guarda Sus mandamientos permanece en Dios y Dios en él… Pues el amor a Dios consiste en guardar Sus mandamientos… (1 Juan 3:24 y 5:3).

 

Ahora bien, esta bienaventuranza de la justicia, rectitud o santidad se refiere, como ya hemos señalado a la obediencia de la totalidad de los mandamientos de Dios y a la vivencia de todos los valores del Evangelio. Para seguir comprendiendo de manera concreta los valores del Evangelio y la manera de vivirlos para así hacer que nuestros matrimonios sean felices y santos, debemos continuar reflexionando sobre las bienaventuranzas que son más concretas, como las que ya hemos abordado en nuestros artículos anteriores y como las que abordaremos a continuación.

 

 

¿Qué significa la bienaventuranza de “los misericordiosos”?

 

El significado de esta bienaventuranza es conocido por todos. La palabra “misericordia” viene del latín y significa tener “miserere” (= compasión) en el “cor” (= corazón). Jesús nos dio el ejemplo supremo de misericordia humana y divina al perdonar a sus verdugos desde la cruz: Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen (Lucas 23:34). De hecho, la misericordia es el atributo más grande de Dios, más grande aún que Su poder creador. Se requiere más poder divino para convertir y perdonar a un pecador hundido en el pecado, que para crear el universo entero. El Catecismo, nos. 270 y 277, lo explican muy bien:

 

Dios es el Padre todopoderoso. Su paternidad y su poder se esclarecen mutuamente. Muestra, en efecto, su omnipotencia paternal por la manera como cuida de nuestras necesidades (ver Mateo 6:32); por la adopción filial que nos da (“Yo seré para vosotros padre, y vosotros seréis para mí hijos e hijas, dice el Señor todopoderoso”: 2 Corintios 6:18); finalmente, por su misericordia infinita, pues muestra su poder en el más alto grado perdonando libremente los pecados.

 

Dios manifiesta su omnipotencia convirtiéndonos de nuestros pecados y restableciéndonos en su amistad por la gracia… “Oh Dios, que manifiestas especialmente tu poder con el perdón y la misericordia…”: Misal Romano, Oración Colecta del domingo XXVI del tiempo ordinario).

 

Jesús nos manda a tener misericordia y perdón hacia los demás como Dios la ha tenido con nosotros. Tan importante es este mandato que forma parte central del Padrenuestro: Perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden (Mateo 6:12). Y luego Cristo enfatiza este requisito tan fundamental inmediatamente después de regalarnos el Padrenuestro. De hecho esta petición es la única a la que Jesús le dedica una grave advertencia: Que si ustedes perdonan a los hombres sus ofensas, les perdonará también a ustedes su Padre celestial; pero si no perdonan a los hombres, tampoco su Padre perdonará sus ofensas (Mateo 6:14-15). Simplemente no se puede ser cristiano ni rezar el Padrenuestro si no estamos dispuesto a perdonar a los que nos han ofendido.

 

Y es que la misericordia y el perdón están en el centro del Evangelio (= buena noticia) porque es la razón principal por la que Cristo vino al mundo: Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna (Juan 3:16).

 

Si Dios nos ha perdonado así, si Cristo sufrió tanto por nosotros, para perdonar nuestros pecados y abrirnos las puertas del Cielo, ¿quiénes somos nosotros para no perdonar a los demás, especialmente a nuestros cónyuges?

 

Se entiende que hay casos muy duros, por ejemplo, cuando un esposo es violento y le pega a su esposa o la injuria gravemente. Se comprende que la esposa huya del hogar y se refugie en un lugar seguro, quizás con sus familiares. Dios no nos exige que permanezcamos en un lugar donde nuestra vida o integridad física y psicológica corren peligro. Pero sí nos pide que perdonemos de corazón.

 

Perdonar de corazón no significa que nos olvidemos del asunto o que dejemos de sentir el dolor por un tiempo. Tampoco significa no buscar justicia legal por las injurias recibidas. Después de todo las personas agredidas y la sociedad tienen derecho a ser protegidas de un peligroso agresor y que éste sea detenido por las autoridades del orden. Es parte del plan de Dios el que las autoridades civiles castiguen justamente a los malhechores. Ver Romanos 13:1-5.

 

Perdonar en estos casos significa que no optemos por la venganza, que no dejemos que nuestros justos sentimientos de dolor y reclamos de justicia y protección se conviertan en resentimientos y odio. Significa orar por esa persona para que Dios la perdone, la convierta y no se condene. Después de todo la conversión de una persona así beneficia a todos, porque si la conversión es verdadera, esa persona dejará de hacer daño. Y después de perseverar en el perdón y pedir la gracia de Dios, comienza el corazón a llenarse de paz y amor.

 

Rechazar la venganza y el odio es lo que significa lo que Jesús nos dijo de amar, perdonar y bendecir a nuestros enemigos. Ver Mateo 5:43-48. Dios Mismo ama a sus propios enemigos, por eso quiere que nosotros los amemos también y por eso quiere salvarlos (ver Romanos 5:10). Pero, de nuevo, esto no significa que nuestros enemigos nos tengan que caer bien o que de pronto tengamos unos sentimientos de amistad hacia ellos. Tenemos el derecho de protegernos de ellos e incluso de huir a otro lugar o país, especialmente cuanto se trata de dictadores y tiranos (ver Mateo 10:23). Perdonar a los enemigos significa desearles el bien. Y el mejor bien que les podemos desear es su conversión a Cristo, para que dejen de hacer el mal y no se condenen. Significa no odiarles interiormente, sino amarlos por medio de un acto de la voluntad de orar y desear su bien eterno.

 

En el caso del día a día de un matrimonio cristiano, queremos centrarnos en las cosas más bien “pequeñas”. Una desavenencia, un malentendido, el olvido o descuido de un diligencia o favor que debíamos haber hecho, etc. Ante todo esto debemos tener una actitud de perdón y comprensión. Rechazar las quejas, los gestos, las miradas o las palabras hirientes, los gritos, los insultos, los regaños, las críticas destructivas, los recuerdos de acciones pasadas que no nos gustaron de nuestro cónyuge, etc. No ser tan exigentes, controladores y majaderos. Dialogar los problemas con calma y objetividad, una vez que nos hemos calmado. Corregir con amor, para edificar y nunca para aplastar. Rechazar ideas equivocadas que contradicen el Evangelio, juicios prematuros, pensamientos negativos, la ira, la mala voluntad, etc. No suponer o anticipar algo malo de nuestro esposo o esposa antes de preguntar por qué dijo o hizo tal cosa.

 

Recordemos lo que dijimos en artículos anteriores. Crear un ambiente de amor, paz y alegría con gestos sencillos, como las palabras y los gestos buenos. Pasar por alto las cosas que nos molestan pero que en realidad son pequeñas. Evitar la amargura y el resentimiento.

 

Meditemos en el ejemplo de Nuestros Señor, quien soportó tantas desavenencias, malentendidos, pecados, errores humanos e insensateces, así como incomodidades de todo tipo: sueño, hambre, sed, dolor y cansancio de tanto caminar y dormir incómodo, etc. ¿Y vamos a quejarnos nosotros por lo que en realidad son tonterías? Si de verdad algo nos molesta o tenemos mucho trabajo y no tenemos la ayuda necesaria, no suframos en silencio aguantando rencores que luego nos amargan la vida. Después de orar y calmarnos, hablemos con nuestro esposo o esposa y digámosle con amor: “Mira, de veras que estoy un poco cansado, necesito ayuda con esto por favor, tengamos un mejor plan a la hora de acostar a los niños o de recoger la mesa, tengo una idea para resolver este problema, ¿tienes tú una mejor?, conversemos sobre esto,” etc. Hablando con amor, paciencia, claridad y humildad se entiende la gente.

 

Intentemos siempre tener una actitud positiva, de mucho amor y buena voluntad. Practiquemos la vigilancia del corazón, para desterrar de él todo pensamiento o sentimiento pecaminoso y reemplazarlos con sentimientos y pensamientos buenos.

 

San Pablo tiene muchas enseñanzas que son útiles para todo tipo de relaciones humanas y también para el matrimonio y la familia. He a continuación algunas de ellas. Recomiendo su meditación y también compartirlas juntos como matrimonios en un ambiente de oración:

 

Romanos 12:9-21.

1 Corintios 13:4-7.

Gálatas 5:22-26.

Efesios 4:1-6, 25-27, 29-32; 5:1-4.

Filipenses 2:1-11; 4:4-9.

Colosenses 3:12-17.

 

 

¿Qué significa la bienaventuranza de “los puros de corazón”?

 

Esta bienaventuranza significa amar con sinceridad de corazón. Abarca toda la vida moral. Pero enfatiza la rectitud de intención. Es totalmente contraria a la hipocresía y al egoísmo. Es contraria a hacer el bien a los demás con motivos egoístas o de interés propio y no por el bien del otro. Es amar al otro por sí mismo, como un fin en sí mismo, por su propio bien, y no como un medio para conseguir un fin egoísta.

 

Es contraria a todo tipo de impureza, no solamente la de índole sexual, sino también toda impureza que tiene que ver con cualquier tipo de maldad. Jesús fue muy claro en esto cuando nos enseñó acerca de la impureza o la contaminación, en el sentido moral y espiritual de la palabra: Porque del corazón salen las intenciones malas, asesinatos, adulterios, fornicaciones, robos, falsos testimonios, injurias. Eso es lo que contamina [hace impuro] al hombre (Mateo 15:19-20).

 

Está claro que Jesús está mencionado todo tipo de pecados que causan impureza y no solo los de carácter sexual. Por lo tanto, la pureza del corazón se refiere a todo tipo pensamientos, intenciones y actos buenos. Es rectitud de corazón, amor sincero.

 

Sin embargo, sí es verdad que la pureza del corazón tiene una relación muy especial con la castidad. Y también la tiene con el apego a la recta doctrina u ortodoxia. El Catecismo, no. 2518 lo aclara muy bien:

 

La sexta bienaventuranza proclama: “Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios” (Mateo 5:8). Los “corazones limpios” designan a los que han ajustado su inteligencia y su voluntad a las exigencias de la santidad de Dios, principalmente en tres dominios: la caridad (ver 1 Timoteo 4:3-9; y 2 Timoteo 2:22), la castidad o rectitud sexual (ver 1 Tesalonicenses 4:7; Colosenses 3:5 y Efesios 4:19), el amor de la verdad y la ortodoxia de la fe (ver Tito 1:15; 1 Timoteo 3-4 y 2 Timoteo 2:23-26). Existe un vínculo entre la pureza del corazón, la del cuerpo y la de la fe: Los fieles deben creer los artículos del Símbolo “para que, creyendo, obedezcan a Dios; obedeciéndole, vivan bien; viviendo bien, purifiquen su corazón; y purificando su corazón, comprendan lo que creen” (San Agustín, De fide et Symbolo, [Sobre la fe y el Credo] 10, 25).

 

Para amarse de verdad y ser puros de corazón, los esposos deben, primero que todo, meditar, estudiar y aceptar lo que dicen la Biblia y el Magisterio de la Iglesia, y luego ponerlo en práctica. Los pasajes mencionados en la cita del Catecismo apenas dada son un buen comienzo. El conocimiento amoroso de la Palabra de Dios purifica nuestro corazón y lo encamina por esta senda de la pureza. Jesús dijo a sus discípulos: Ustedes ya están limpios gracias a la Palabra que les he dicho (Juan 15:3).

 

La Palabra de Dios es la verdad (ver Juan 17:17) y esa verdad, cuando la aceptamos con sinceridad, nos purifica el corazón porque nos dice el mal que hay que rechazar y el bien que hay que realizar. Y también nos dice la mentira que hay que rechazar y la verdad que hay que aceptar. Ese bien y esa verdad de Dios las llevamos a cabo, primero que todo, dentro de nosotros mismos, ajustando nuestra manera de pensar, nuestras actitudes (que nos inclinan a actuar bien) y nuestros sentimientos y afectos a la manera de pensar, las actitudes y sentimientos de Cristo. San Pablo nos dice:

 

No se acomoden al mundo presente, antes bien transfórmense mediante la renovación de su mente, de forma que puedan distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto… Tengan entre ustedes los mismos sentimientos de Cristo… (Romanos 12:2 y Filipenses 2:5).

 

Una vez que nos hemos llenado la mente y el corazón con la verdad de Dios, las actitudes buenas y los sentimientos buenos, es hora de actuar. Primero con gestos sencillos: las palabras buenas que afirmen a nuestro cónyuge, le agradezcan su presencia en nuestras vidas y el bien que nos hacen, y cuando necesitemos algo de él o ella, pedírselo diciendo “Por favor”. ¡Qué hermosas son las palabras “gracias” y “por favor”! Crean un ambiente interno y externo de amor y paz.

 

Luego actuamos con acciones concretas de amor: servir con humildad a nuestro esposo o esposa en todo lo que necesiten de nosotros, estar dispuestos a sacrificarnos por él o ella. Debemos imitar a Jesús, quien se identificó a sí mismo como el siervo humilde y sufriente de Dios (ver Isaías 42:1-9; 49:1-8; 50:4-11; 52:13-16 y 53:1-12). Esta identidad de siervo humilde que Jesús asumió como propia, él mismo la resumió en estas bellas e inolvidables palabras:

 

El que quiera ser grande entre ustedes, será su servidor, y el que quiera ser el primero entre ustedes, será esclavo de todos, que tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos (Marcos 10:43-45).

 

Aclaración. La palabra “muchos” no significa que Jesús no vino a salvar a todo el mundo. Eso estaría en contradicción con Juan 3:16 y con 1 Juan 2:1-2. La palabra “muchos” en ese contexto se refiere a todo el mundo menos Jesús, quien no necesita salvación, porque él es Dios y el Salvador del mundo. Ver Catecismo, no. 605.

 

Una vez que asumimos esa identidad de servidores unos de otros, nuestro corazón se llena de humildad y pureza. Entonces, cuando los esposos se acogen y se dan mutuamente en su unión conjugal no se usan el uno al otro egoístamente, sino que se gozan mutuamente en un amor puro y sincero. Ese amor puro y sincero hace que el gozo aumente entre ellos, tanto física como espiritualmente. Los esposos solidifican su unión matrimonial. Y esa experiencia les ayuda con el resto de sus relaciones, con las relaciones con sus hijos, con los demás y con sus deberes dentro del hogar, en la Iglesia y en el mundo. Y al revés también, todas sus otras relaciones y deberes influyen positivamente en su intimidad conyugal. De esa manera, bajo la gracia y la guía de Dios, los matrimonios cristianos logran crecer en santidad y felicidad.

 

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