La dignidad humana en un mundo tecnológico

 

Padre Shenan J. Boquet

Presidente de Vida Humana Internacional.

 

Publicado originalmente en inglés el 25 de agosto del 2025 en: https://www.hli.org/2025/08/human-dignity-in-a-technological-world/

 

No es polémico afirmar que nuestra cultura abandonó hace mucho tiempo sus raíces judeocristianas. En cuestiones sociales claves como la anticoncepción, el aborto y el divorcio, nuestra civilización difícilmente podría estar más alejada de los principios que guiaron al Occidente cristiano durante incontables siglos.

 

Y, sin embargo, parece que aún no hemos alcanzado el extremo de este experimento de rebelión. Cada día parece más evidente que el mundo desarrollado acelera su carrera hacia algo inquietantemente similar a la sociedad descrita en Un mundo feliz de Aldous Huxley: una tecnocracia distópica, en la que lo fundamentalmente humano se ve superado por una creciente dependencia y veneración de la tecnología.

 

La referencia a Un mundo feliz resulta especialmente acertada en estos tiempos, ya que los artículos sobre el desarrollo de un “robot gestante” circularon ampliamente en internet. En el libro de Huxley, el negocio de la procreación se externaliza a una autoridad del gobierno central, que crea y da a luz a niños humanos en un laboratorio. Según los artículos publicados esta semana, una empresa china pronto comercializará un robot capaz de gestar un feto humano. Los artículos citan al supuesto propietario de la empresa diciendo: “Algunas personas no quieren casarse, pero aun así desean una ‘esposa’; otras no quieren embarazarse, pero aun así desean un hijo”.

 

Resultó que la historia era falsa. Y, sin embargo, no es difícil entender por qué importantes publicaciones, como Newsweek, se la creyeron. Hace tiempo que entramos en el mundo de la ciencia ficción, donde tecnologías deshumanizantes se han introducido en los ámbitos más íntimos y sagrados de la vida humana.

 

Hoy en día, por ejemplo, es muy común que una pareja con dificultades para concebir acuda a un laboratorio, donde se unen el espermatozoide y el óvulo en una placa de Petri (fecundación in vitro o FIV) y luego el óvulo fecundado se implanta en el útero materno. De hecho, incluso la necesidad de unir el embrión humano a su madre se ha considerado durante mucho tiempo prescindible. La FIV implica la destrucción de incontables embriones humanos.

 

Las parejas adineradas, que prefieren no cargar el cuerpo de la madre con las dificultades del embarazo, pueden simplemente delegar todas estas dificultades a una gestante remunerada. Para mí, la diferencia entre usar una madre sustituta humana y un robot gestante es mínima. Incluso se podría argumentar que esto es más “humanitario”, dada la evidente (o lo que debería ser) deshumanización que implica tratar a una mujer (a menudo en una situación de pobreza) como una simple incubadora del hijo de otra persona.

 

 

La nueva religión de la tecnología

 

Mientras tanto, la revolución de la inteligencia artificial (IA) parece estar popularizando rápidamente una especie de transhumanismo futurista que antes se limitaba a los rincones más revolucionarios de Silicon Valley. Corporaciones adineradas como Facebook, Google, Apple y OpenAI participan abiertamente en una carrera por crear la llamada “inteligencia artificial general”, o incluso superinteligencia, que podría erradicar campos enteros de la actividad humana. Con la llegada de estas herramientas al espacio público, muchas personas se están acostumbrando rápidamente a dialogar con máquinas, a menudo sobre temas profundamente personales y delicados.

 

El objetivo a largo plazo, sin embargo, no es solo crear máquinas superinteligentes, sino fusionar a los seres humanos con estas máquinas, creando una nueva generación de superhumanos. Eso es parte del transhumanismo. El primer paso en este camino es el desarrollo de gafas de realidad virtual, que permitirán a una persona entrar y vivir en un mundo artificial que se puede adaptar a sus intereses o gustos. Pero el objetivo a largo plazo es fusionar completamente al hombre y la máquina mediante implantes cerebrales que permitirán a un ser humano conectarse a internet o incluso comunicarse telepáticamente con otros seres humanos.

 

Todos estos avances pueden verse desde la perspectiva común del ejercicio ilimitado del poder. El hombre moderno no admite límites a su poder y considera apropiado moldear incluso su propio cuerpo a su antojo: incluso mutilándolo para simular ser del sexo contrario, o un nuevo “género” indefinido.

 

 

Sabiduría vs. poder

 

Ante estos avances, la Iglesia no se mantiene distante, mucho menos impresionada por los logros tecnológicos (que en muchos casos son indudablemente grandiosos) que por las posibles consecuencias éticas y antropológicas de esta oleada tecnológica.

 

Resulta asombroso pensar que muchas de las personas que lideran la revolución que está transformando rápidamente la sociedad son programadores de veintitantos años. Su ingenio, e incluso su brillantez, a menudo solo es equiparable a su ignorancia ética y espiritual, e incluso su indiferencia, ante las consecuencias más amplias de las máquinas que construyen.

 

Muchos de esta nueva generación de Prometeos tecnológicos han empleado al máximo sus dotes intelectuales, desde la más remota antigüedad, con el objetivo de crear las máquinas más poderosas jamás concebidas por la humanidad. Pero, a diferencia de las generaciones de revolucionarios científicos de los siglos XVIII, XIX e incluso el XX, apenas han tenido formación en las humanidades (historia, filosofía, literatura, ética o teología).

 

Los nuevos tecnólogos están completamente concentrados en resolver problemas tecnológicos complejos lo más rápido posible, para así poder cosechar parte de la inmensa riqueza y prestigio que aguarda a quienes triunfen primero. Esta concentración se produce a costa de cualquier reflexión meditada sobre el impacto que las tecnologías que crean y divulgan podrían tener en el mundo: cómo podrían mejorar o degradar la naturaleza humana.

 

Su actitud la resume a la perfección el científico ficticio Dr. Ian Malcolm en la película Parque Jurásico. Al enterarse de que los científicos del parque habían resucitado con éxito a los dinosaurios, Malcolm bromea: “Sus científicos estaban tan preocupados por si podían hacerlo que no se detuvieron a pensar si debían hacerlo”. Como enseña la Iglesia: “No todo lo que es técnicamente posible es, por esa sola razón, moralmente aceptable”.

 

 

La gran dignidad del hombre en la enseñanza cristiana

 

La Iglesia no puede afirmar ser experta en todos los detalles de cómo se desarrollan las máquinas o tecnologías modernas ni en cómo funcionan. Sin embargo, sí afirma ser experta en los seres humanos: en lo que son, en lo que desean en lo más profundo y (de manera crucial) en dónde están más quebrantados y necesitan sanación.

 

La Iglesia no tiene una competencia específica en cuanto a la dimensión técnica de los asuntos humanos, pero sí la tiene en cuanto a su dimensión moral. La razón de ello es que Jesucristo le dio la potestad de enseñar en Su Nombre el camino de la salvación. Y ese camino implica la obediencia a los Mandamientos de Dios, es decir, la vida moral. Y esos Mandamientos protegen y fomentan los valores, derechos y deberes humanos más importantes de la existencia humana, lo que hacen que el hombre sea verdaderamente humano y no descienda al nivel de las bestias o de las máquinas.

 

Toda dimensión importante de la existencia humana tiene una dimensión moral, porque los valores humanos están en juego en todas ellas. Y esos valores, derechos y deberes, junto a los Mandamientos que los protegen y fomentan, son universales, pertenecen a la ley natural, que no es patrimonio exclusivo de la Iglesia, sino que obliga en conciencia a todo ser humano, sea creyente o no.

 

La Iglesia tiene una larga memoria. Ha sobrevivido al auge y la caída de imperios. Ha sido testigo de numerosas revoluciones tecnológicas. Ha presenciado plagas, guerras y la exploración de nuevos continentes e incluso del espacio cósmico. Para quienes se dejan llevar por el entusiasmo del momento, la Iglesia debe parecerles frustrantemente antigua, sombría, obstructiva e irrelevante.

 

Y, sin embargo, como aprendimos tan dramáticamente en el siglo XX, el mundo ignora el pronunciamiento de la Iglesia a su propio riesgo. Para muchos, a finales del siglo XIX, el comunismo parecía una luz bienvenida que prometía una nueva era de libertad e igualdad. El mundo ya no sufriría desigualdades económicas extremas ni la tiranía de sistemas políticos anticuados. Una era de juventud estaba a punto de amanecer. Y lo primero que esta revolución tendría que barrer sería la Iglesia, con sus acusaciones y sus enseñanzas “escleróticas”.

 

Todos sabemos cómo terminó aquello.

 

 

El pecado original y la fragilidad humana

 

Mientras esta nueva revolución tecnológica y moral arrasa el mundo, la Iglesia no se mantiene distante. Mientras el mundo avanza a toda velocidad, ella continúa meditando y recordándole las verdades eternas, que siguen siendo ciertas, independientemente del siglo I o del XXI.

 

La tecnología, la ciencia, el poder, la búsqueda del dinero, la eficiencia, etc., no son medios adecuados para la realización de la dignidad humana. Tampoco son adecuados para abordar los dilemas humanos que impactan la sociedad y la cultura. En última instancia, para hacer el mundo más humano, el hombre debe comprender su naturaleza.

 

En su enseñanza sobre la naturaleza humana, la Iglesia equilibra dos verdades aparentemente contradictorias, pero en última instancia profundamente complementarias. La primera es que la naturaleza humana está profundamente herida por el pecado original. Y la segunda es que la naturaleza humana goza de una dignidad que supera con creces la de cualquier otra criatura del mundo material en base al hecho de haber sido creada a imagen de Dios.

 

En relación con la primera, resulta curioso que el mundo moderno a menudo acuse a la Iglesia de tener una antropología excesivamente pesimista. La enseñanza sobre el pecado original, según muchos ateos modernos, trata injustamente a los seres humanos como si estuvieran rotos. Y, sin embargo, como señaló célebremente G.K. Chesterton en su libro Ortodoxia, la doctrina del pecado original es la única cuya veracidad se puede comprobar simplemente abriendo el periódico matutino. La letanía de avaricia y violencia humana documentada en esas páginas debería ser suficiente para demostrar, más allá de toda duda razonable, que algo anda muy mal en nuestra naturaleza humana.

 

Que los seres humanos han sufrido la caída en el pecado original es abrumadoramente evidente. Debido a esa caída, el hombre ha sufrido la privación de la gracia y, por lo tanto, ha incurrido en los efectos del pecado original debido a su desobediencia original. Nuestros deseos se corrompen, ya no se orientan al Bien Supremo, sino que se dejan seducir por las lujurias del cuerpo, del poseer cosas de manera desordenada y de la soberbia. Véase 1 Juan 2:16-17.

 

 

El camino católico hacia la realización humana

 

La Iglesia nos recuerda insistentemente que estamos espiritualmente oscurecidos (Romanos 1:21) y, por lo tanto, no podemos confiar ciegamente en nuestras propias pasiones o intelectos. Como nos recuerda San Pablo: “La mente pecaminosa es enemiga de Dios; no se somete a la ley de Dios, ni puede hacerlo” (Romanos 8:7). Cuando el hombre se convierte en la medida de todas las cosas, Dios es reemplazado por los ídolos más perniciosos y destructivos. Cuando el hombre rechaza su propia humanidad, en principio, rechaza a Dios, a cuya imagen fue creado (Génesis 1:27).

 

La Iglesia insiste en que la profunda fragilidad y las heridas de la naturaleza humana son un dato que debe tenerse en cuenta. Rechazar este dato equivaldría a partir de una premisa inicial catastróficamente falsa. Y como dijo Santo Tomás de Aquino, cuando se comienza con un pequeño error, al final se llega a un gran error (cf. Sobre el ser y la esencia). Y si comenzamos con un gran error, ¿cuán graves serán las consecuencias?

 

Vivimos en una época en la que los maestros y filósofos modernos niegan el pecado original y que el hombre pueda perfeccionarse por sí mismo. Pero ¿cuáles son las consecuencias de esta enseñanza? Basta con mirar los gulags de la Rusia comunista, los campos de concentración de la Alemania nazi o las políticas distópicas de “la planificación familiar” (abortos y esterilizaciones forzosas) de la China comunista para encontrar la respuesta.

 

Sin embargo, una verdad igualmente importante (y quizás incluso más) sobre la naturaleza humana es su gran dignidad, su gran valor. Como enseña la Iglesia, los seres humanos están hechos a imagen y semejanza de Dios mismo (Génesis 1,27; Catecismo de la Iglesia Católica, Nro. 1701). Y como hijos de Dios, poseemos una dignidad inherente que es independiente de cualquier cualidad, característica o logro que podamos tener.

 

Como se mencionó anteriormente, para algunos, estos dos datos (nuestra profunda fragilidad y nuestra elevada dignidad) parecen contradictorios. Sin embargo, es mejor considerarlos paradójicos, es decir, como si solo fueran aparentemente contradictorios, pero que en realidad tienen una unidad subyacente más profunda.

 

 

La plenitud humana no se puede diseñar

 

Esta paradoja se repite a nuestro alrededor y a diario de mil maneras: un hombre sacrifica su vida rescatando a un completo desconocido de ahogarse, mientras que otro asesina a su propia esposa e hijos. El hombre es capaz de grandeza, pero siempre corre el riesgo de hundirse a un nivel inferior al de las bestias. El pecado original explica nuestra propensión a la brutalidad bestial, mientras que ser creados a imagen y semejanza de Dios explica nuestra capacidad para la bondad heroica.

 

La primera (nuestra fragilidad) es la razón por la que la Iglesia enseña la absoluta necesidad del arrepentimiento, el autocontrol, la verdad moral objetiva y la sabiduría. Hay cosas que podemos hacer, pero que no debemos hacer, porque al hacerlas, fortaleceremos y desataremos la fragilidad de la naturaleza humana. No debemos tentarnos creando herramientas que nos inciten al abuso de nuestro poder.

 

Ese es el lado negativo de la moneda. Sin embargo, la otra cara es igualmente importante. Las decisiones que tomamos también deben tener en cuenta la gran dignidad de la naturaleza humana. Todo en la sociedad y en la cultura debe estar orientado a desarrollar y hacer evidente la dignidad de la persona humana.

 

 

Enseñanza de la Iglesia sobre la tecnología

 

Dios ha otorgado al hombre una bondad única, capacitándolo para conocer su propio fin y para moverse libremente hacia ese fin, que es Dios. La Iglesia nos recuerda que existe una verdad objetiva y absoluta sobre los seres humanos que podemos descubrir si buscamos la verdad. Sin esta verdad, no hay fundamento para las disposiciones que fomentan la apertura a una comprensión más profunda del sentido de la vida.

 

Como dice el Decreto sobre la Libertad Religiosa:

 

Es conforme a su dignidad como personas, es decir, seres dotados de razón y libre albedrío, y por lo tanto con el privilegio de asumir su responsabilidad personal, que todos los hombres deberían estar a la vez impulsados ​​por la naturaleza y obligados moralmente a buscar la verdad, especialmente la verdad religiosa. Asimismo, están obligados a adherirse a la verdad, una vez conocida, y a organizar toda su vida de acuerdo con las exigencias de la verdad (Concilio Vaticano II, Dignitatis Humanae, Nro. 2).

 

Nuestra comprensión de la persona humana tiene importantes implicaciones para nuestra vida moral, espiritual y cívica, ya que quienes somos es inseparable de cómo debemos vivir. En otras palabras, la manera en que Dios nos llama a actuar (“Guarda mis mandamientos”, Juan 14,15) corresponde a la naturaleza humana que nos ha otorgado.

 

La ley de Dios es verdaderamente buena para nosotros, porque toma en cuenta nuestra naturaleza humana tal como es. Nos llama a alcanzar altas cuotas de santidad, pero reconoce las inmensas dificultades que esto implica, debido a nuestra fragilidad.

La Iglesia Católica responde a la inteligencia artificial

 

Lo que la Iglesia nos enseña es que vivir conforme al diseño de Dios para nosotros brinda verdadera satisfacción, incluso en medio de las incógnitas, los desafíos y las decepciones de la vida. Sin embargo, vivir en contradicción con el diseño y la ley de Dios puede dejar a los seres humanos insatisfechos, porque viven en oposición a cómo Dios nos creó para vivir.

 

¿Crear una inteligencia artificial superinteligente llenará al hombre? ¿Intentar rediseñar o realzar la naturaleza humana responderá a los anhelos más profundos de nuestro corazón? ¿Desprenderse de las restricciones biológicas que la naturaleza nos ha dado nos hará verdaderamente libres? ¿Tratar nuestra naturaleza y persona como infinitamente moldeables, según nuestros caprichos y lo que sea tecnológicamente posible, producirá la felicidad que anhelamos?

 

La evidente miseria y la desesperación avariciosa de muchos de quienes adoran la tecnología, el poder y la riqueza no nos inspiran confianza en que los caminos que recorremos sean los correctos. Para encontrar la auténtica plenitud, debemos buscar las verdades más profundas sobre la naturaleza humana. Y para encontrarlas, debemos recurrir a esas enseñanzas antiguas (pero verdaderamente atemporales) de la Iglesia sobre la naturaleza humana. Solo así podremos navegar con éxito en esta época confusa de cambios y turbulencias sin precedentes.

 

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