La Inmaculada Concepción y la defensa de la vida

 

Adolfo J. Castañeda, MA, STL

Director de Educación

Vida Humana Internacional

www.vidahumana.org

 

Mañana 8 de diciembre, Dios mediante, la Iglesia Católica celebrará el Dogma de la Inmaculada Concepción de María. Es por tanto apropiado abordar este tema y reflexionar sobre sus implicaciones para la defensa de la vida humana.

 

La mejor manera de repasar la doctrina de la Iglesia sobre este dogma tan importante es simplemente citar al Catecismo de la Iglesia Católica en los números 490 al 492:

 

490 Para ser la Madre del Salvador, María fue “dotada por Dios con dones a la medida de una misión tan importante” (Concilio Vaticano II, Lumen Gentium 56). El ángel Gabriel en el momento de la anunciación la saluda como “llena de gracia” (Lucas 1:28). En efecto, para poder dar el asentimiento libre de su fe al anuncio de su vocación era preciso que ella estuviese totalmente conducida por la gracia de Dios.

 

491 A lo largo de los siglos, la Iglesia ha tomado conciencia de que María “llena de gracia” por Dios (Lucas 1:28) había sido redimida desde su concepción. Es lo que confiesa el dogma de la Inmaculada Concepción, proclamado en 1854 por el Papa Pío IX:

 

«… la bienaventurada Virgen María fue preservada inmune de toda la mancha de pecado original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo Salvador del género humano (Pío IX, Bula Ineffabilis Deus: DS, 2803).

 

492 Esta “resplandeciente santidad del todo singular” de la que ella fue “enriquecida desde el primer instante de su concepción” (Lumen Gentium 56), le viene toda entera de Cristo: ella es “redimida de la manera más sublime en atención a los méritos de su Hijo” (Lumen Gentium 53). El Padre la ha “bendecido […] con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo” (Efesios 1:3) más que a ninguna otra persona creada. Él la ha “elegido en él antes de la creación del mundo para ser santa e inmaculada en su presencia, en el amor” (ver Efesios 1:4).

 

María, al igual que el resto de la humanidad, necesitaba la redención de Cristo. Ella misma confiesa que Dios es su Salvador cuando comienza su hermosísima alabanza al Señor, titulada el Magnificat, durante su visita a su prima Santa Isabel:

“Alaba mi alma la grandeza del Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador” (Lucas 1:46-47).

 

Pero en el caso de María, la redención de Cristo obró de una manera única. Por sus méritos, que ganó para nuestra redención mediante su pasión, muerte y Resurrección, Cristo salvó a María de caer en el pecado original en el instante mismo de su Concepción.

 

Algunos pudieran objetar cómo pudieron los méritos de Cristo actuar en la concepción de María, ya que dicha concepción tuvo lugar unos treinta y tres años antes del Misterio Pascual de Cristo (su pasión, muerte y resurrección). Pero los que así objetan olvidan que el poder de la redención de Cristo actúa hacia atrás en el tiempo, así como lo hizo durante su Misterio Pascual y lo continúa haciendo en nuestro presente y lo continuará haciendo en el futuro. El poder de Dios no conoce límites de tiempo y lugar.

 

Otros se preguntan cómo puede ser redentor el acto de impedir que una persona humana como María fuese manchada por el pecado original. (Inmaculada = sin mácula, sin mancha.) Todos los seres humanos, menos María, son salvados por Cristo después de haber contraído el pecado original. ¿Cómo puede ser que alguien sea salvado de ese pecado en el momento mismo de su concepción?

 

Un ejemplo muy sencillo nos lo puede aclarar. Supongamos que alguien entra en un bosque y que no sabe que a algunos pasos de distancia hay un hoyo bastante grande. El pobre hombre cae en el hueco y no puede salir. Pero entonces aparece otro hombre que lo ve y se las ingenia para sacarlo y salvarlo de quedar atorado en el mismo. Supongamos que luego entra una mujer al bosque y que tampoco sabe que hay un peligroso hoyo a pocos pasos. Pero entonces el hombre que había salvado al otro hombre que había caído en el hueco le pone sobre aviso e impide que la mujer caiga en él en el preciso momento que ella iba a caer en el hueco. En ambos casos el hombre salvó a estas dos personas. Pero en el primer caso salvó al otro hombre después de haber caído en el hoyo; mientras que en el segundo caso salvó a la mujer en el preciso momento en que ella iba a caer en él. La mujer es María, el hombre que cayó en el hoyo y fue sacado después somos todos nosotros, y el hombre que salvó a ambos es Cristo.

 

Pero, ¿qué tiene que ver todo esto con la defensa de la vida? Tiene que ver y mucho. La enseñanza de la Iglesia que hemos resumido arriba nos dice que Dios preparó, desde toda la eternidad, a la madre de Su Hijo. La humanidad de Cristo tenía que ser concebida y habitar durante nueve meses, unida personalmente a su divinidad, en un seno purísimo, libre de todo pecado, tanto original como personal. La morada del Jesús no nacido tenía que ser completamente digna del Dios-Hombre, libre de todo pecado, o dicho de manera más positiva, “llena de gracia”. Si una criatura humana está “llena de gracia” se sigue lógicamente que no tiene ningún pecado. Claro, María estuvo y está llena de gracia en atención a los méritos de Cristo que él nos ganó mediante su Misterio Pascual.

 

La perfecta pureza de María es un modelo perfecto para todos nosotros, hombres y mujeres. María fue la primera y más fiel discípula de Cristo, especialmente en cuanto a la pureza sexual. Su virginidad y su total fidelidad y santidad en este campo tan importante de la vida humana es un ejemplo para todos nosotros, un ejemplo que Cristo quiere que imitemos según nuestra vocación. No todos están llamados a la virginidad por el Reino de Dios. Pero todos estamos llamados a la castidad.

 

Los no casados viven la castidad en total abstención de relaciones sexuales, es decir, en la continencia. Los casados viven la castidad conyugal cuando practican la continencia periódica cuando, por motivos serios no egoístas, se abstienen de relaciones conyugales durante los períodos fecundos para espaciar los embarazos. También practican la castidad conyugal cuando realizan el acto conyugal en el total respeto de sus valores inherentes: la apertura a la vida, el verdadero amor conyugal y el signo sacramental.

 

Para que podamos establecer una cultura de la vida tenemos que establecer una cultura de la castidad. Todos sabemos que la mayoría de los abortos son el resultado de la falta de castidad. María (y San José también) nos da el ejemplo perfecto de castidad (además de su virginidad perpetua). Su castidad y su virginidad son un signo viviente de su total entrega, en cuerpo y alma, a Dios Nuestro Señor. Nosotros también tenemos que convertirnos en signos, según nuestro estado de vida, de esa unión con Dios. Solo así podremos defender la vida con la eficacia que Dios quiere.

 

Que nadie se sienta desesperanzado del amor y perdón de Dios. Si ya hemos pecado contra la castidad o incluso si ya hemos caído en el aborto, tenemos a un misericordioso Salvador que es infinitamente capaz de perdonarnos, restaurarnos y sanarnos: Cristo Jesús. Él nos espera con los brazos abiertos en el siempre y absolutamente necesario Sacramento de la Confesión y también en los ministerios de reconciliación y sanación postaborto que la Iglesia que él fundo ha establecido, como el Proyecto Raquel, Los Viñedos de Raquel, Camino de Guadalupe y Entrando en Canaán, entre otros.

 

Pidamos a María, a través de la hermosísima advocación de su Inmaculada Concepción, que interceda por nosotros para que podamos establecer una cultura de la castidad y una cultura de la vida en nosotros mismos, en la Iglesia y en la sociedad.

 

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