Lo que la Pascua nos enseña sobre la dignidad humana

 

Padre Shenan J. Boquet

Presidente de Vida Humana Internacional.

 

Publicado originalmente en inglés el 21 de abril del 2025 en: https://www.hli.org/2025/04/what-easter-teaches-us-about-human-dignity/

 

Vida Humana Internacional agradece a José A. Zunino la traducción de este artículo.

 

 

En un mundo donde todo está al mismo nivel, todo se vuelve tristemente igual. Un mundo profano, diría incluso profanado, es un mundo sin alegría. En el fondo, la pérdida del sentido de lo sagrado es motivo de tristeza. ¡Qué encantador es para un joven monaguillo acercarse al altar por primera vez! Su alegría es tanto mayor porque se acerca a Dios. Para ello, se ha revestido de la vestidura sagrada de su ministerio. Lo sagrado es un bien precioso; es la puerta por la que la alegría entra en el mundo. Nos ofrece participar en alegrías profundas. ¿Quién no ha temblado profundamente durante la Vigilia Pascual siguiendo la llama del cirio pascual en la noche? ¿Quién no ha experimentado la alegría espiritual que produce cantar el canto gregoriano, Salve Regina, en un monasterio? El escalofrío de miedo que inspira es una emoción de alegría.

 

– Cardenal Robert Sarah, El Poder del Silencio –

 

He citado este pasaje del extraordinario libro del cardenal Robert Sarah, El poder del silencio, en columnas anteriores sobre el tiempo de Pascua. Sin embargo, este año quería presentarlo de nuevo. Los animo a leerlo con calma y meditarlo.

 

Hay muchos momentos maravillosos en la vida litúrgica de la Iglesia. Está la serena y pacífica solemnidad de la Misa de Nochebuena, el realismo aleccionador pero rico en contenido del Miércoles de Ceniza (“Recuerda que eres polvo”), y la quietud y el asombro del silencio en la iglesia el Viernes Santo, que crea espacio para la reverencia, la reflexión y el duelo.

 

Sin embargo, es difícil imaginar un momento más rico en significado y belleza que el canto del Exultet en la Vigilia Pascual. En ese momento, la iglesia está sumida en la oscuridad, salvo por las llamas parpadeantes de cientos de velas y la llama mucho mayor del cirio pascual recién bendecido.

 

“¡Exulten, exulten, las huestes celestiales!”, canta el sacerdote o el diácono. “¡Exulten, exulten los ángeles ministros de Dios, / que la trompeta de la salvación / suene con fuerza el triunfo de nuestro poderoso Rey!”.

 

En un mundo desgarrado por el pecado y la muerte, escuchamos el toque de trompeta que proclama la Buena Nueva. “¡Cristo ha resucitado!”, reza el tradicional saludo pascual, seguido de la respuesta: “¡En verdad, ha resucitado!”. La antigua oración del Exultet explora este misterio con una poesía profunda y conmovedora.

 

 

Pascua y Dignidad Humana

 

Todos los momentos del calendario litúrgico están llenos de aliento para el movimiento provida. Pero es en la Resurrección, sobre todo, donde encontramos la afirmación más profunda de la bondad de la vida humana, de la gran dignidad que posee el ser humano y del destino al que está llamado.

 

“Esta es la noche, / cuando Cristo rompió las cadenas de la muerte / y resucitó victorioso del inframundo”, proclama el Exultet. “¡Oh maravilla de tu humilde cuidado por nosotros! / ¡Oh, amor, oh caridad inefable, / para rescatar a un esclavo entregaste a tu Hijo!”

 

Como proclama el Evangelio de San Juan, en quizás el pasaje más famoso de toda la Escritura: “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Juan 3,16).

 

Esta es la medida del valor de la vida humana: que Dios encarnado consideró valioso sufrir los mayores sufrimientos imaginables para que los seres humanos compartiéramos su vida y nos convirtiéramos en compañeros íntimos de Dios mismo. “Ya no os llamo siervos”, dice Cristo a sus apóstoles en la última cena, “porque el siervo no sabe lo que hace su señor. En cambio, os he llamado amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he dado a conocer” (Juan 5,15).

 

Este mensaje no estaba dirigido solo a los discípulos de Cristo, sino a todos nosotros. Todos estamos llamados a ser amigos de Dios. Y al ser amigos de Dios, también participamos de su resurrección, la manifestación suprema tanto de su poder como de su íntimo amor por la humanidad.

 

 

Una revolución moral

 

No es de extrañar que el Papa San Juan Pablo II mencione repetidamente la Pascua y la Resurrección en su gran encíclica provida, Evangelium Vitae.

 

En esta carta, el Santo Padre recuerda a los padres y educadores que no deben eludir los aspectos difíciles de la vida humana, sobre todo el sufrimiento y la muerte. “Estos forman parte de la existencia humana, y es inútil, por no decir engañoso, intentar ocultarlos o ignorarlos”, recuerda a sus lectores.

 

Sin embargo, el padre o educador cristiano es capaz de enmarcar estos oscuros misterios en un contexto de esperanza. “Incluso el dolor y el sufrimiento tienen sentido y valor cuando se experimentan en estrecha conexión con el amor recibido y dado”, escribe el santo Papa, “La muerte misma es todo menos un acontecimiento sin esperanza. Es la puerta que se abre de par en par a la eternidad y, para quienes viven en Cristo, una experiencia de participación en el misterio de su Muerte y Resurrección” (Nro. 97).

 

Como símbolo de cómo la muerte y el amor se entremezclan en la experiencia del cristiano comprometido, el Papa San Juan Pablo II señala el ejemplo de San Esteban, quien no temió sufrir el martirio al servicio del Evangelio. “Esteban, perdiendo su vida terrena por su fiel testimonio de la Resurrección del Señor, sigue los pasos del Maestro y sale al encuentro de quienes lo apedrean con palabras de perdón (Hechos 7:59-60), convirtiéndose así en el primero de una innumerable multitud de mártires que la Iglesia ha venerado desde sus inicios” (Nro. 47).

 

Existe, señaló el Santo Padre, una “aversión natural” a la muerte. Sin embargo, los cristianos saben que su fe “promete y ofrece a la vez participar en la victoria de Cristo resucitado: es la victoria de Aquel que, con su muerte redentora, liberó al hombre de la muerte, “la paga del pecado” (Romanos 6:23), y le dio el Espíritu, prenda de resurrección y de vida (Romanos 8,11).

 

“La certeza de la inmortalidad futura y la esperanza en la resurrección prometida arrojan nueva luz sobre el misterio del sufrimiento y la muerte, y llenan al creyente de una extraordinaria capacidad para confiar plenamente en el plan de Dios” (Nro. 67).

 

Gracias a la Resurrección, los cristianos no afrontan el sufrimiento y la muerte como otras personas que no creen. Dentro de la cosmovisión cristiana, incluso el sufrimiento adquiere un significado redentor. Después de todo, no hay sufrimiento que un cristiano pueda sufrir que Cristo mismo no haya sufrido. Y, sin embargo, incluso mientras Cristo agonizaba en la cruz, atormentado por el dolor de su tortura, dio ejemplo a toda la humanidad al orar por el perdón de sus verdugos. “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34).

 

Esta es sin duda una de las frases más poderosas jamás pronunciadas. Cristo, con esa breve frase, inauguró una revolución moral, transformando por completo la dura moralidad del paganismo. Los seres humanos ya no estarían impulsados ​​únicamente por el afán del poder, el dinero y el placer. En cambio, Cristo nos ofreció un nuevo camino: el camino del amor. Y en este camino, incluso las espinas del sufrimiento se transforman en rosas de amor. La muerte se convierte en el camino hacia la vida.

 

“Vivir para el Señor significa también reconocer que el sufrimiento, aunque sigue siendo un mal y una prueba en sí mismo, siempre puede convertirse en fuente de bien”, explica el Papa San Juan Pablo II. “Se convierte en tal si se vive por amor y con amor, compartiendo, por don gratuito de Dios y por elección personal y libre, el sufrimiento de Cristo crucificado” (Nro. 67).

 

 

Mantén encendida la luz del Evangelio de la Vida

 

Si incluso los aspectos más oscuros de la vida humana cobran sentido a la luz del Evangelio y la verdad de la Resurrección, entonces es innegable que la vida humana en su totalidad posee una gran dignidad. A la luz del Evangelio, vemos que incluso las vidas que antes parecían valer “menos” que las de los demás, como las de los ricos y los poderosos, en realidad valen tanto como cualquier otra.

 

De hecho, bien podría ser que quien sufre, en amor, sea un icono de Cristo crucificado, un conducto de su gracia al mundo. Sin duda, todos conocemos a personas que nos han demostrado el gran poder del amor, al sobrellevar las dificultades con una gracia serena y una generosidad desinteresada.

 

De ahí la arraigada oposición cristiana a todo atentado contra la vida, incluso en casos de sufrimiento. Como escribe el Papa San Juan Pablo II: “De este modo, quien vive su sufrimiento en el Señor se conforma más plenamente a él (Filipenses 3:10; 1 Pedro 2:21) y se asocia más estrechamente a su obra redentora en favor de la Iglesia y de la humanidad” (Nro. 67).

 

No es de extrañar que, a medida que la fe cristiana se aleja de nuestra cultura, veamos crecer la amenaza de la eutanasia y el suicidio asistido, además del continuo atentado contra los no nacidos, especialmente cuando se les diagnostica alguna enfermedad. Sin la luz del Evangelio de la Vida, las personas están perdiendo la capacidad de reconocer el valor de toda vida, incluyendo la de los débiles y vulnerables.

 

Y aun así, las personas que han caído en estos graves pecados no deben desesperar del perdón de Dios y de Su sanación, sino con verdadero arrepentimiento y confianza en Su amor acercarse al siempre necesario Sacramento de la Confesión para obtener el perdón divino y la restauración de Dios.

 

Es la convicción de que todo ser humano está llamado a vivir una vida digna y en amistad con Dios lo que infunde a los activistas provida la energía para luchar por los más pequeños, sin importar cuán débiles o indefensos sean.

 

El Exultet concluye con estas palabras, comparando la luz del cirio pascual con Cristo:

 

Que esta llama siga ardiendo junto al Lucero de la Mañana:

el único Lucero de la Mañana que nunca se pone,

Cristo, tu Hijo,

que, al regresar del reino de la muerte,

ha derramado su luz apacible sobre la humanidad,

y vive y reina por los siglos de los siglos.

 

Depende de cada uno de nosotros proteger la llama de la fe, primero en nuestros corazones y luego en la cultura en general. Es el amor de Cristo lo que transformó la brutal civilización pagana antivida de la antigua Roma en las glorias de la cristiandad, donde se prohibieron prácticas bárbaras como el infanticidio o las luchas de gladiadores. El Evangelio de la Vida aún ejerce el mismo poder para disipar las sombras de la “cultura” de la muerte. Todo fiel activista provida es como una vela encendida en estos tiempos oscuros, proclamando la verdad de que Cristo ha resucitado.

 

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