No hay amor más grande

 

Adolfo J. Castañeda, MA, STL

Director de Educación

Vida Humana Internacional

adolfo@vidahumana.org

www.vidahumana.org

 

“Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos” (Juan 15:13), dijo Jesús a sus apóstoles poco antes de ir a su pasión y muerte, por medio de las cuales dio su vida para la redención de todos (ver Marcos 10:45; Juan 3:16; 1 Juan 2:2 y 1 Timoteo 2:3-4). Por lo tanto, la palabra “amigos” aquí puede traducirse por “todos los que son amados”, que somos todos, aún los enemigos.

 

En efecto, Jesús nos mandó en el Sermón de la Montaña (Mateo 5-7) a amar aún a nuestros enemigos: Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos (Mateo 5:43-45).

 

La última frase que dice “vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos”, claramente indica que la razón por la cual Cristo nos mandó amar a nuestros enemigos es porque Dios mismo los ama. De hecho, la razón por la cual el Padre mandó a Su Hijo al mundo fue para dar su vida en rescate por todos, incluyendo sus enemigos, que en realidad somos todos, pues todos hemos pecado. San Pablo lo dice muy claro: “Si cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, ¡con cuánta más razón, estando ya reconciliados, seremos salvos por su vida!” (Romanos 5:10). 

 

Claro, nada de esto significa que nuestros enemigos o los que nos han hecho mal nos tienen que caer bien. Ni tampoco que dejemos de buscar reconciliación, protección o justicia cuando esto es posible y según el caso. Pero sí indica que debemos perdonar y orar de corazón para que los enemigos se conviertan, dejen de hacer el mal y se lleguen a salvar igual que nosotros. “Como el Señor os perdonó, perdonaos también vosotros” (Colosenses 3:13).

 

El perdón y el deseo de salvación de los enemigos es la cima más elevada del amor de Dios. Requiere más potencia divina sacar a un pecador empedernido del abismo de su pecado que crear el universo entero. Por eso, la misericordia es el atributo más grande de Dios. Nuestro Señor Jesús nos dio el ejemplo supremo de este amor misericordioso de Dios cuando desde la cruz perdonó a quienes lo estaban matando, diciendo: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34).

 

Algunos pensarán que esta clase de amor no es lógico y que no está al alcance de las posibilidades humanas. La primera afirmación de esta frase no es correcta. La lógica del amor de Dios es perfectamente coherente, precisamente porque Dios es amor (1 Juan 4:8). Y el amor de Dios es incondicional, infinito, eterno y misericordioso.

 

La segunda parte sí es cierta. En el presente estado en que se encuentra la humanidad, después del pecado original y cómo éste afectó a la naturaleza humana, es imposible al Hombre por sus propias fuerzas alcanzar este grado de amor que Dios le pide. Pero Dios no pide nada para lo cual no da Su gracia, la cual es infinitamente potente. “Para Dios no hay nada imposible” (Lucas 1:37; Mateo 16:26). La gracia de Dios, que es la Vida misma de Dios, penetra en nuestros corazones y nos da la fuerza para lograr lo que sin ella era imposible. Pero hay que estar abierta a ella, desearla, arrepentirnos de nuestros pecados y pedirla con fe. “Y sus mandamientos no son pesados, pues todo lo que ha nacido de Dios vence al mundo [del pecado]. Y lo que ha conseguido la victoria sobre el mundo es nuestra fe” (1 Juan 5:3-4). Y a través de la fe viene el amor y la gracia de Dios: “… la fe que actúa por la caridad [amor]” (Gálatas 5:6). “Habéis sido salvados por la gracia mediante la fe” (Efesios 1:8).

 

El punto de todo esto es que no hay ninguna otra religión, sistema de ideas o filosofía que le llegue ni de cerca al amor que Dios nos ha mostrado en Cristo. Y este amor tan hermoso y sublime demuestra la Verdad que es Cristo, quien dijo: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí” (Juan 14:6).

 

Pero hay más todavía. El amor que Dios nos ha revelado en Cristo no es solo una revelación de Quién es nuestro Dios, sino también una revelación de quiénes somos nosotros mismos. Cuando Dios se revela al Hombre, no sólo le revela Quién es Él, sino también quién es el Hombre y Su plan para él. Dios es el que tiene la llave que abre la puerta a nuestra propia identidad como personas humanas. Es la “combinación”, por así decirlo, que desencadena el misterio de nuestra propia existencia. El Papa San Juan Pablo II comentó una vez durante una tertulia con sus amigos: “El problema del Hombre de hoy es que no sabe quién es él”.

 

Y en otra ocasión el Santo Padre dijo: “Si al Hombre no le es revelado el amor, si el Hombre no se encuentra con el amor, no logra comprenderse a sí mismo”. Y nosotros, en esa misma línea de pensamiento pudiéramos añadir: “El Hombre se convierte en un enigma para sí mismo, no logra incluso descubrir el sentido de su propia existencia”. Solo cuando Dios le revela cuánto le ama, es que el Hombre logra sentirse amado y comprender que ha sido creado para amar y ser amado. El amor que Dios le da lo impulsa a amar a los demás: “Nosotros amamos porque Él nos amó primero” (1 Juan 4:19). Y esa iniciativa amorosa de Dios ha sido muy concreta:

 

“En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados. Queridos, si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros” (1 Juan 4:10-11).

 

Entonces el Hombre cuando descubre que Dios ha dado Su Vida por Él por medio de Cristo descubre también el sentido de la existencia humana en toda su sencillez y esplendor: “Amar a Dios por sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo” (ver Marcos 12:29-31).

 

La vida moral es eso mismo: amar a Dios y al prójimo. La vida moral es la vida del amor: “Pues el amor a Dios consiste en guardar sus mandamientos” (1 Juan 5:3). Los mandamientos de Dios nos indican qué es el amor en sus fronteras. Es decir, la mayoría de los Diez Mandamientos nos dicen lo que no debemos hacer ni codiciar para precisamente indicarnos el ámbito dentro del cual ejercer nuestra libertad en función del bien. La verdadera libertad está intrínsecamente orientada, desde su más profundo interior, hacia la verdad, el bien y la belleza.

 

Por ejemplo, el Quinto Mandamiento, que prohíbe el asesinato sobre todo del inocente, nos indica que la vida corporal es un gran bien que hay que respetar. Y, al hacerlo, nos abre la puerta a todo un mundo de hermosas posibilidades que van mucho más allá de no matar: servir al prójimo, visitar y atender al enfermo, al anciano, al pobre, al desvalido, al que está solo, etc., etc.

 

Desde el punto de vista meramente sociológico, la Iglesia Católica es la organización internacional que más servicios de salud ofrece en todo el mundo. Y no podía ser de otra manera, ya que su mismo Fundador le mandó a amar por medio del servicio sacrificado sobre todo a los más pequeños, indefensos, necesitados y vulnerables. Yendo contra toda la falsa sabiduría del mundo pagano, Jesús mismo se identificó con los pequeños y despreciados, y tuvo el santísimo “atrevimiento” de basar su propio carácter de Rey y la salvación eterna del Hombre precisamente en el reconocimiento de esa identificación: “Y el Rey les dirá: ‘En verdad os digo que cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis’” (Mateo 25:40).

 

Con esta frase tan sencilla y humilde Cristo nos revela un profundo principio antropológico (visión del ser humano) que dio al traste con el egoísmo habitual del paganismo romano (y del paganismo antiguo en general y el actual también), que rechazaba cobardemente al más pequeño e “indigno” esclavizándolo e incluso asesinando a sus propios hijos cuando veían defectos en ellos al nacer. En contra de este barbarismo de las sociedades más “avanzadas” de su tiempo, Jesús inició una revolución del amor cuyo fundamento es la dignidad o valor infinito, eterno e incondicional de toda persona humana, por “pequeña” que fuera ante la sociedad. Esa verdad no la alcanzaron a comprender ni los mejores filósofos griegos y romanos de la antigüedad, ni tampoco los sabios de las religiones orientales.

 

Y esa doctrina del Maestro dio como resultado que su Iglesia, desde sus comienzos organizara la expresión de su amor de las maneras más inteligentes y prácticas posibles. Se tienen estadísticas antiquísimas de cómo los primeros cristianos, bajo la guía de sus pastores, obispos, sacerdotes y diáconos, establecieron dispensarios, orfanatos, clínicas y sistemas de ayuda que atendieron a miles y miles de enfermos, moribundos, pobres, niños huérfanos, viudas, menores de edad y otras personas necesitadas de instrucción básica y un largo etcétera imposible de describir en este artículo.

 

Todo ello dio pie para que luego se establecieran las primeras clínicas, centros de beneficencia, escuelas y, eventualmente hospitales, universidades y todo tipo de ayuda organizada a todos y especialmente a los más necesitados.

 

Más todavía, el concepto de persona humana y de los derechos y deberes inalienables que se derivan de su inconmensurable dignidad se lo debemos al cristianismo. Ninguna otra religión o sistema de ideas pudo lograr, ni de cerca, semejante aporte a nuestra civilización judeocristiana.

 

Pero volvamos a la raíz del asunto. Todo parte del hecho de que Dios, desde el principio, nos creó dándonos una identidad que se relaciona profundamente con Él Mismo, con su propio Ser. Esa identidad nuestra se encuentra en la primerísima página de la Biblia:

“Y dijo Dios: ‘Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra, y manden en los peces del mar y en las aves de los cielos, y en las bestias y en todas las alimañas terrestres, y en todas las sierpes que serpean por la tierra’. Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, hombre y mujer los creó” (Génesis 1:26-28).

 

Hemos sido creados a imagen de un Dios que es puro amor, puro don de Sí Mismo. Nuestro Dios es un eterno darse a Sí Mismo en servicio a su creación, especialmente el Hombre. Su propio Hijo hecho hombre así lo confirmó y volvió a revelar: “No he venido a ser servido sino a servir y a dar mi vida por todos” (Marcos 10:45). El amor es servir, es donarse a los demás en servicio, es también enriquecer al otro con el don de mi propia persona y acoger al otro como don de Dios. Todos somos dones de Dios, el Supremo Don de Sí.

 

El sentido de la existencia humana consiste precisamente en el despliegue y manifestación de lo que ya somos a imagen de Dios-Amor. Debemos vivir lo que ya somos, seres hechos por amor y para el amor. De esa manera no solo manifestamos y realzamos cada día más lo que somos, sino que también manifestamos la gloria de Dios. La gloria de Dios es la manifestación y el esplendor de la grandeza de Dios, del Bien que Dios es, de la Belleza que Dios es, de la Verdad que Dios es, en una palabra, del Amor que Dios es. No en balde San Ireneo ya decía menos de 200 años después de Cristo: “La gloria de Dios es el Hombre viviente”. Somos la gloria de Dios que camina sobre la tierra o, mejor dicho, estamos llamados a serlo.

 

Por ello, Cristo dijo “Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial” (Mateo 5:44-45). “Pero un momento, Señor”, podríamos protestar preguntando: “¿No es que ya somos hijos del Padre por el Bautismo?” Sí, en efecto, ya lo somos (ver 1 Juan 3:1). Pero el asunto es que ser hijos de Dios, como ser imagen de Dios, es no solamente un don de Dios, es también una tarea a realizar, un proyecto de vida. De nuevo, debemos manifestar, por medio de nuestras actitudes y acciones de amor, lo que ya somos: hijos e imágenes de Dios-Amor.

 

Y este Dios-Amor que tenemos no es un Dios “solitario”, es una comunidad, una familia de Personas Divinas, que viven en una incesante y eterna – sin principio ni fin – íntima relación de Puro Amor como Don de Sí Mismas. Y el misterio de esta Santísima Trinidad radica en el hecho de que cada una de las Personas Divinas posee la naturaleza divina en su infinita totalidad y unidad.

 

Hemos sido creados, pues, a imagen de Dios Trinitario, de Dios-Comunidad, de Dios-Familia. Por eso Dios creó a Su Pueblo Elegido, Israel, y luego a su Nuevo Pueblo Elegido, la Iglesia, para que reflejara ante el mundo su propia naturaleza trinitaria de amor infinito y totalmente gratuito, eterno e inconmensurable. Como oró el propio Cristo al Padre justo antes de su pasión:

 

“No ruego sólo por éstos [sus Apóstoles], sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí, para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno” (Juan 17:21-22).

 

Lamentablemente vivimos en un mundo en decadencia, donde la abundancia del pecado ha hecho que la gente se aparte de Dios. Y, al apartarse de Dios y de Su Palabra, nos hemos olvidado de quiénes somos y nuestra manera de pensar se ha torcido. El alejamiento de Dios y de Su Amor, es decir, la pérdida de la fe produce también una pérdida de la recta razón. Es una pérdida del pensar rectamente, de la sensatez moral.

 

Las consecuencias son nefastas. Hemos caído en la barbarie. Cuando el Hombre pierde a Dios, se pierde a sí mismo. Pierde el sentido de su propia dignidad y valor como persona. Desciende a la categoría de cosa para ser usada y no amada. Desciende a la categoría de animal depredador, capaz de eliminar a los pequeños, inocentes, vulnerables e indefensos. Ante nosotros se abre un tenebroso espectáculo de muerte y autodestrucción por medio del aborto, la eutanasia, el suicidio asistido, la manipulación de embriones humanos, la mutilación de órganos saludables por medio del pavoroso transgenerismo, etc., etc. Es una espiral que desciende y desciende sin aparentemente tener fin.

 

Y que quede claro, que aquí no estamos condenando a nadie que haya caído en estos graves pecados. Todos somos pecadores. Pero alguien tiene que hacer un llamado, humilde y con mucho amor, a la cordura, al recto pensar, a amar de verdad, al arrepentimiento, a la confesión de los pecados, a una nueva vida y a la sanación y salvación del alma y del corazón.

 

Una de las consecuencias más nefastas de la falta del recto pensar es el relativismo como idea dominante en la conciencia colectiva de hoy en día. El relativismo postula que no existe ningún principio moral o valórico absoluto, que cada uno tiene su propia “moral” o sistema de “valores”. El resultado es una sociedad atomizada, de seres humanos desarraigados, individualistas, cerrados en sí mismos y en sus propios proyectos, sin conexión con un patrimonio de valores del pasado ni con un nexo en el presente de relaciones interpersonales significativas y de compromisos verdaderos y perdurables, ni tampoco con un sentido para el futuro. Seres que viven para acumular experiencias placenteras en el presente, o peor aún, en la instantaneidad. Sin un rumbo significativo, sino a la deriva…

 

Esta manera de ser y estar en el mundo, esta autoconsciencia atomizada, caracteriza principalmente a los jóvenes de hoy, sobre todo a los jóvenes adultos. Estos jóvenes acuden a las universidades o egresan de ellas con la mente y el corazón infectados con este virus del relativismo y de doctrinas extrañas y desfazadas de la realidad, como el wokismo, la ideología LGBT, el socialismo, una concepción sobredimensionada del cambio climático, una casi completa alienación de la dignidad inherente de los bebés que no han nacido todavía o de los ancianos y los enfermos. En ese estado de anejación, caen fácilmente en el nihilismo, en la falta de sentido trascendente y, en consecuencia, en la ansiedad y la depresión – las cuales se ha disparado pavorosamente en los últimos años.

 

Estos jóvenes – y otras personas no tan jóvenes también – no creen que existan hermosos principios y valores absolutos que guíen y den sentido a sus vidas. Además de no creer en la Verdad Absoluta que es Dios, tampoco creen en el valor absoluto que poseen ellos mismos en su propio ser y que los hace dignos del Amor infinito, inconmensurable, incondicional y eterno de Dios. El amor verdadero, por su naturaleza intrínseca, es incondicional, eterno e inconmensurable, es más fuerte que el sufrimiento, la enfermedad y la muerte misma: “La caridad [el amor] no acaba nunca” (1 Corintios 13:8). Todos somos realidades vivientes de este principio o valor infinito que es el amor de Dios que Él nos quiere brindar. Es el mismo amor con el que nos creó y para el que nos creó.

 

Los principios morales que se derivan de la dignidad de la persona humana y del amor de Dios no son principios abstractos ni impersonales. Al contrario, son principios, valores y verdades muy concretos e intensamente personales. Los llevamos dentro de nosotros mismos. Los valores que los mandamientos de Dios protegen y fomentan ha sido grabados por Él mismo en nuestros corazones y en nuestro ser. Cada uno de nosotros es ese conjunto armónico y hermoso de valores inconmensurables y absolutos, que sirven de fundamento para todos los demás principios prácticos que deben regir nuestras vidas. Como dijo San Pablo al hablar de la ley natural impresa por Dios mismo en nuestro ser:

 

“En efecto, cuando los gentiles [los no judíos], que no tienen ley [como sí la tenían los judíos por medio de Moisés], cumplen naturalmente las prescripciones de la ley, sin tener ley, para sí mismos son ley; como quienes muestran tener la realidad de esa ley escrita en su corazón, atestiguándolo su conciencia, y los juicios contrapuestos de condenación o alabanza en el día en que Dios juzgará las acciones secretas de los hombres, según mi Evangelio, por Cristo Jesús” (Romanos 2:14-16).

 

Observemos claramente cómo San Pablo dice que la conciencia es testigo, no árbitro, de la ley de Dios en nuestros corazones. La conciencia no es la fuente de la moral, de lo que es bueno o malo. La fuente de la moral es Dios. Él es Quien decide lo que está bien y lo que está mal. De lo contrario cada uno tendría su propia moral y eso nos lleva a caer en el relativismo y su dictadura, cuando los más fuertes imponen su “moral” a los más débiles, que tanto daño y muerte está causando hoy, como ya hemos mencionado.

 

Por eso, una vez más tenemos que afirmar que no hay amor más grande que el que Dios nos ha mostrado en Cristo. No lo hay. Les pido que lo busquen y lo pidan a Dios.  Él se lo dará. (ver Mateo 7:7-11 y Lucas 11:9-13). Tienen todo que perder, la muerte eterna sin Dios, y todo que ganar, la vida eterna con Dios y los hermanos, porque el Amor de Dios por nosotros es eterno. No hay amor más grande que ése. No lo hay, se los aseguro, no lo hay.

 

Les invito a hacer suya esta hermosa oración de San Pablo, en la cual él pide a Dios que todos conozcan el insondable amor de Cristo:

 

“Por esta causa doblo mis rodillas ante el Padre de nuestro Señor Jesucristo, de quien toma nombre toda familia en los cielos y en la tierra, para que os dé, conforme a las riquezas de su gloria, el ser fortalecidos con poder en el hombre interior por su Espíritu; para que habite Cristo por la fe en vuestros corazones, a fin de que, arraigados y cimentados en el amor, seáis plenamente capaces de comprender con todos los santos cuál sea la anchura, la longitud, la profundidad y la altura, y de conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios. A Aquel que tiene poder para realizar todas las cosas incomparablemente mejor de lo que podemos pedir o pensar, conforme al poder que actúa en nosotros, a él la gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús por todas las generaciones y todos los tiempos” (Efesios 3:20-21).

 

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