Padre Shenan J. Boquet

Presidente

Human Life International

Este artículo fue publicado originalmente en inglés el 6 de junio de 2022 en: Restore Fatherhood to End School Violence | Human Life International (hli.org).

Esta traducción al español fue publicada en el Boletín Electrónico “Espíritu y Vida” de Vida Humana Internacional, el 8 de junio de 2022.

No hay palabras para describir el horror y la maldad que se manifestaron en la escuela primaria Robb Elementary School en Uvalde, Texas, el reciente 28 de mayo de 2022. Veintiún personas inocentes murieron, incluyendo 19 hermosos niños y dos de sus maestras. Cientos de los compañeritos de estos niños quedarán afectados psicológicamente de por vida sufriendo pesadillas acerca de la desenfrenada maldad que se desató ante ellos ese día. Muchas familias quedaron destrozadas, una comunidad entera quedó traumatizada, una nación quedó con el corazón hecho pedazos.

Una vez más, estamos leyendo los nombres y contemplando las fotografías de niños y personas inocentes. Una vez más, estamos intentando comprender cómo y por qué esos niños, que simplemente estaban llevando a cabo sus actividades cotidianas, de pronto, en un instante, se encontraron de sopetón en medio de una oscuridad peor que cualquier película de horror. Una vez más, nos enteramos de la vida de un joven profundamente perturbado, que apuntó su arma de fuego al rostro de un niño que nunca le deseó el mal a nadie ni a sí mismo, y haló el gatillo.

Una vez más, hemos sido catapultados a la vorágine de una interminable y aparentemente carente de sentido secuela de debates políticos acerca de las causas y las soluciones de tragedias como ésta. Una mayoría de personas y medios de difusión quieren politizar la masacre. Muy pocos están señalando la causa subyacente: la desintegración de la familia y el muy difundido deterioro moral y social en medio del cual nos encontramos. Este deterioro incluye la también muy difundida aceptación de la violencia dirigida a los más inocentes entre nosotros: el niño y la niña que no han nacido todavía, así como nuestros vulnerables enfermos y ancianos víctimas en potencia del crimen de la eutanasia.

[Nota del Editor: Al condenar el aborto y la eutanasia como crímenes contra la humanidad, la Iglesia no niega para nada la misericordia de Dios ni siquiera emite un juicio personal acerca del estado del alma de la persona que promueve estos crímenes o de cualquier otra persona que se haya involucrado en estos males tan graves. La Iglesia llama con urgencia al pecador para que se convierta y confiese su pecado en el Sacramento de la Confesión, el cual es absolutamente necesario para recibir el infinito amor misericordioso de Dios, poder comulgar e ir un día al Cielo. La Iglesia también ofrece a las mujeres y otras personas que sufren las secuelas emocionales y espirituales del aborto sus ministerios de reconciliación y sanación postaborto, como el Proyecto Raquel y los Viñedos de Raquel, entre otros. Nadie debe perder la esperanza. Nuestro Dios es un Dios de misericordia, que sólo está esperando el arrepentimiento sincero y el recurso a la Confesión para borrar todos nuestros pecados y darnos una vida nueva.]

A dondequiera que dirijamos la atención hay una evidencia abrumadora de una creciente fragmentación y aislamiento. La falta de una red de seguridad que proporciona la existencia de familias intactas y amorosas, así como de una sociedad formada por dichas familias hace que más y más personas vivan como individuos atomizados. Separados de profundas relaciones interpersonales que proporcionan las familias intactas y la amistad sincera, las personas se refugian en un mundo de fantasía y entretenimiento, a menudo violento y nihilista, que por doquier ofrecen las redes sociales, los videojuegos y la pornografía.

Desde ese ámbito de aislamiento ha surgido un puñado de hombres jóvenes durante las últimas décadas cuyo objetivo es “dejar sus huellas” (llamar la atención) por medio de tiroteos a mansalva en escuelas, centros comerciales y otros lugares públicos. Se comportan como si las vidas de sus pares y demás personas que les rodean no fuesen más reales que los personajes de sus películas y juegos de video, y que sus propias vidas no valen más que un poco de polvo.

El divorcio, la falta de un padre y los tiroteos en las escuelas

El escritor católico, Anthony Esolen, responde al trágico evento de Uvalde observando que cuando sus padres eran adolescentes habitualmente llevaban armas de fuego a la escuela, ya fuere para participar en el club de tiro al blanco del colegio o para ir de cacería después de clases. Sin embargo, nunca hubo un tiroteo como los de hoy en día. ¿Por qué no?, se pregunta. Y él mismo responde diciendo:

Lo razón más evidente era que nuestras familias estaban intactas. Ello significaba que había un papá en la casa – no en la prisión, ni tampoco cometiendo adulterio con su más reciente compañera sexual, ni tampoco languideciendo en una lejana ciudad trabajando muchas horas para pagarles los gastos a su esposa adúltera y a su propia y nueva compañera de cama. El padre representa la autoridad. Los neurólogos y los endocrinólogos mismos nos dicen lo que la simple presencia corporal del padre en el hogar hace en favor de los temperamentos de sus hijos. Y ello ni siquiera comienza a describir la guía moral que da, para controlar, canalizar y dirigir la agresividad de sus hijos varones ni el hecho de que representa la roca que inculca confianza y seguridad a sus hijas, para que ellas no teman al sexo masculino ni tampoco corran tras él en busca de afirmación.

No debe sorprendernos que el agresor de Uvalde no tenía un padre en su vida ni que su familia era, en general, un desastre. Cuando sucedió el tiroteo, Salvador Ramos, estaba viviendo con su abuela, luego de haber tenido una pelea con su madre drogadicta. Su padre estaba alejado conviviendo con su novia. Su abuelo dijo a ABC News que Ramos pasaba la mayor parte del tiempo en su cuarto, solo. Estaba tan alienado de su familia que no le dio ninguna importancia el tirotear a su propia abuela en el rostro, aparentemente en respuesta a una disputa acerca de una cuenta telefónica.

“El hombre no puede vivir sin amor”, escribió San Juan Pablo II en Redemptoris hominis, su encíclica acerca de la paternidad, el amor de Dios Padre hacia una humanidad caída. “El hombre permanece siendo un ser incomprensible para sí mismo. Su vida carece de sentido, si el amor no le es revelado, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace suyo, si no participa íntimamente en él”.

Una persona encuentra el amor por vez primera en la familia. O, mejor dicho, debería encontrarlo por primera vez en su familia. Como señala el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia:

La familia tiene una importancia central en referencia a la persona. Es en esta cuna de vida y amor que la gente nace y crece; cuando un niño es concebido, la sociedad recibe el don de una nueva persona, quien es llamada desde lo más profundo de su interior a entrar en una comunión interpersonal con los demás. Es en la familia, por lo tanto, donde el mutuo darse de uno mismo de parte del hombre y de la mujer unidos en matrimonio crea un ambiente de vida en el cual los niños desarrollan sus potencialidades, se hacen conscientes de su dignidad y se preparan para enfrentar su singular e individual destino (no. 212).

En circunstancias ideales, un niño primero encuentra la realidad del don total de uno mismo a los demás a través de la presencia y la solicitud de su madre. Pero a medida que el niño crece, el amor del padre se hace cada vez más importante, especialmente a medida que su hijo o hija se adentra en el desorientador y peligroso mundo de los adultos. En esa época de su vida, el niño necesita el sentido de seguridad que surge del saberse amado a través de la experiencia de la fortaleza y la presencia de su padre. Un padre que estará allí para ayudarle a levantarse cuando caiga y para animarlo a que logre alcanzar la cúspide de su potencial.

Lastimosamente, cada vez menos niños experimentan la familia de esta manera. Hemos sido testigos, durante siglo y medio, de un intento concertado por parte de varios ideólogos que va desde redefinir el matrimonio y la familia hasta socavar de manera fatal su estabilidad, o de transformar fundamentalmente su naturaleza. Ese intento ha sido catastrófico, ha causado la normalización de la anticoncepción y su mentalidad antifamilia, una aceptación si precedentes de la cohabitación y el divorcio, tasas de natalidad peligrosamente bajas, niños traumatizados al ser abandonados por uno de sus progenitores o por ambos, un inmenso aumento de familias monoparentales donde usualmente el padre es el que está ausente, una guerra crecientemente hostil entre los sexos y, desde luego, la muerte de millones de niños no nacidos por medio de la violencia del aborto.

Estas realidades demuestran lo que ocurre cuando se abandona la verdad acerca del matrimonio, la familia y la naturaleza del hombre y la mujer. Como dijo San Pablo VI: “el hombre no puede lograr esa verdadera felicidad hacia la cual se siente atraído con todas las fuerzas de su espíritu, a no ser que guarde las leyes que Dios Altísimo ha grabado en su misma naturaleza” (Humanae vitae, 1968, no. 31). Como escribió San Juan Pablo II en la cita que reproducimos arriba, sin la experiencia del amor de una familia, la vida de una persona parece ser un “sinsentido”.

Tan carente de sentido luce ser la vida humana, que es posible que esa persona esté dispuesta a destruir su vida en un último, catastrófico y equivocado esfuerzo por alcanzar la notoriedad por medio de la matanza de vidas inocentes. Como escribió hace unos años el investigador familiar, W. Bradford Wilcox, un hilo que conecta las vidas de tantos jóvenes que han tiroteado a alumnos y maestros en las escuelas es el divorcio y la falta de un padre en el hogar. Si bien la mayoría de los muchachos sin papás no cometerán atrocidades, sin embargo “cada año un número suficientemente elevado de varones sin papás caerán en las redes de las maquinaciones de una pandilla o de la ira inducida por un abusador (bully) en la escuela secundaria o de la pelea a gritos y el doloroso divorcio de sus padres. Todo ello los conducirá a hacerse daño a sí mismos o a miembros de sus comunidades”.

Tristemente, ahora podemos añadir el nombre y el apellido de Salvador Ramos a la macabra lista de asesinos sin papás de nuestra nación.

La abolición de la moral

Y luego, como señala Esolen, está el hecho de que nuestra sociedad ha sistemáticamente borrado un código normativo de ética de la esfera pública, incluyendo las escuelas. Esolen también observa que en el pasado la gente “en general aceptaba un amor con un contenido claramente moral para gobernar sus pasiones”. Ahora, sin embargo, el sentido de la presencia de Dios ha sido abolido. La idea misma de una verdad moral objetiva ha sido abolida.

Como consecuencia, hemos experimentado un tsunami de decadencia moral que ha envuelto a toda la sociedad. La mentalidad de “si te hace sentir bien, entonces hazlo” gobierna gran parte de la mentalidad colectiva. El amor al prójimo se ha visto comprometido por un explícito credo del individualismo.

Esta situación se ha exacerbado por el aumento de antivalores secularistas que reciben el apoyo de una mentalidad que eleva el ego y los deseos individualistas por encima de la ley moral natural. Todo ello conduce no solo a la pérdida del sentido de Dios, sino que también inevitablemente conduce a los individuos y a la sociedad a la elección, aceptación, promoción y defensa de lo que es ofensivo y contrario a la dignidad humana y al respeto debido a la persona humana, como el asesinato, la promiscuidad, la fornicación, la cohabitación, el adulterio, el divorcio, la homosexualidad, la anticoncepción, el aborto y la eutanasia, entre otros males.

En el mundo actual, las comunidades que antes compartían responsabilidades se han ido desintegrando. Los hombres y las mujeres ya no se relacionan por medio de una mutua y sincera preocupación por las necesidades y problemas de unos y otras. En vez de ello, prevalece la ley de la jungla. Los hombres y las mujeres se buscan mutuamente solamente para “obtener” lo que puedan de unos y otras. Se trata de una actitud de conlleva cada vez más a menos y menos matrimonios, los cuales a menudo terminan en divorcio. El matrimonio y la familia, y el bienestar general de la sociedad, son tan mutuamente dependientes, que cualquier intento por socavar al matrimonio y la familia, no solo constituye un gran perjuicio para estas instituciones naturales, sino también para la propia sociedad.

Las enseñanzas religiosas, una manera clave de inculcar la moral, están bajo sitio, una realidad que ha estado presente en EEUU durante más de siglo y medio. Las normas morales absolutas, transmitidas a través de las familias y las iglesias, han sido abandonadas y reemplazadas por la falsa idea de no juzgar nunca la conducta de los demás y de equiparar todos los estilos de vida y todos los conjuntos de valores, sin importar cuán dispares sean moralmente. Resumiendo, nadie hace responsable a nadie por su comportamiento – todas las conductas son consideradas iguales, ninguna es mejor que la otra, todas son excusables.

La moral, sin embargo, es la primera línea de defensa ante un comportamiento carente de civilidad. El obstáculo más poderoso que existe ante la violencia y el caos social no consiste en una fuerza externa, sino en la guía de una conciencia formada por preceptos morales trascendentales. Debemos aceptar el hecho de que las leyes, las políticas y los reglamentos por sí solos no producen una sociedad civilizada.

En vez de ello, debemos concentrar nuestros esfuerzos en una necesidad más profunda: fortalecer los matrimonios y las familias, donde una formación moral verdadera pueda tener lugar. En el matrimonio y la familia también es posible la búsqueda de una profunda renovación espiritual que penetre las iglesias, las escuelas y las comunidades. Estas instituciones sociales deben asegurarse de que los niños sean inmersos en una cosmovisión que se refuerza a cada paso y que prioriza las responsabilidades por encima de los derechos, el amor por encima del egoísmo y la comunidad por encima del individualismo.

De esta manera debemos asegurarnos, dentro del límite de nuestras posibilidades, de que no haya más Salvador Ramos, aislados, alienados, separados de una comunidad significativa, inmersos en mundos virtuales que exacerban su soledad y que los hunden, sin nada que lo impida, en el abismo de sus más oscuros pensamientos e instintos.

Un rayo de luz en medio de la oscuridad

Días antes de que Ellie García, de nueve años de edad, fuese mortalmente abatida a sangre fría en Uvalde, subió un breve video a la red social TikTok. “Hola muchachos,” dijo ella. “Solo quería ponerlos al día. Jesús murió por nosotros. De manera que, cuando nosotros muramos, estaremos allá arriba con Él. Tengo tres imágenes de Él en mi dormitorio.”

El papá de García, Steven, compartió públicamente el video en Facebook después de la muerte de su hija. “Ella oraba en alto todas las noches para que nosotros pudiéramos orar con ella,” dijo el progenitor mientras compartía otra foto de Ellie acostada en su cama rezando. Y añadió: “Recuerdo el día en el que habíamos comprado la lámpara que está encendida y que ella quería que permaneciese así mientras ella dormía… nos dio un abrazo y un beso, y se puso a rezar.”

Si hay alguna luz que pudiéramos encontrar en lo que ocurrió en la escuela primaria Robb Elementary School, esa luz se encuentra en las respuestas positivas (“likes”) que Ellie y su familia recibieron por el video que Ellie subió a TikTok. Con toda seguridad, Ellie fue criada por una amorosa madre y un amoroso padre para que ella amara a Cristo y tuviera la firme esperanza de vivir eternamente con Él en el mundo futuro. Sería imposible encontrar un contraste más profundo que aquel entre Ellie y Ramos: el amor ante el odio, la luz ante la oscuridad, la esperanza ante la desesperación.

Y sin embargo, cuando ya se ha dicho y hecho todo, debemos pedir a Dios, por más que nos cueste, que un rayo de la luz que Ellie llevaba en su corazón, que la luz del amor y la misericordia de Cristo, que la esperanza de una vida eterna con Él, de alguna manera hayan penetrado en el corazón de Ramos antes de que él se encontrara con su propia muerte en medio de la carnicería que él mismo había desatado.

Y también debemos rezar para que, como sociedad, descubramos la manera de atajar a otros jóvenes que, como Ramos, se encuentran al borde de un precipicio. Debemos impedir el descenso a un infierno, textualmente hablando, en el que Ramos debe haber vivido en sus últimos días de vida. La iniquidad es un gran misterio, y es verdad que, no importa lo que hagamos, siempre estará con nosotros mientras exista la libertad humana. En última instancia, Ramos fue responsable de sus acciones.

Y, sin embargo, hay una profunda verdad en la máxima “ningún hombre es una isla”. Las vidas no se viven ni las decisiones se toman en el aislamiento. Todos nos encontramos en una red de relaciones interpersonales y de valores y antivalores sociales que configuran nuestras decisiones, para bien o para mal. Por ello, no podemos recurrir a excusas ni pretextos ante la labor dolorosa y difícil de examinarnos a nosotros mismos con el objeto de preguntarnos qué es lo que, como individuos y colectivamente como sociedad, hemos hecho para que nuestras familias y nuestras comunidades hayan producido una corriente de hombres jóvenes que albergan en sus corazones el deseo de cometer asesinatos y de vengarse.

Necesitamos, como dijo San Juan Pablo II tan a menudo, hacer nuestro mayor esfuerzo para crear una “civilización de vida y amor”, en el que cada persona reciba el amor que les asegure que nunca aceptarán la oportunidad de alienarse de sus prójimos y llegar a cometer las tragedias que Ramos y muchos otros como él llegaron a perpetrar.