Una historia provida: El anciano profesor y las verdades absolutas

 

Adolfo J. Castañeda, MA, STL

Director de Educación

Vida Humana Internacional

adolfo@vidahumana.org

www.vidahumana.org

 

Un anciano profesor de filosofía ya retirado fue invitado por un colega que estaba ausente por razones urgentes a reemplazarlo en una de sus clases. A pesar de su dificultad para moverse, pero por ser su amigo, el anciano profesor aceptó sustituirlo. Se trataba de una sola clase que impartiría un viernes. Su amigo regresaría el siguiente lunes.

 

Como todo había sucedido tan rápido, su colega no le había dejado para dar ningún tema específico, ni notas ni nada. Conociendo los tiempos en que vivimos, en los que el relativismo anda rampante y la gente, especialmente los jóvenes universitarios, no creen en la existencia de verdades objetivas, el viejo profesor decidió abordar el tema de las verdades absolutas.

 

Después de presentarse debidamente a los estudiantes de la clase de su amigo y explicarles el porqué del cambio tan súbito, el anciano profesor escribió en la pizarra: “¿Existen las verdades absolutas?” Una vez hecho esto se sentó ante el escritorio frente a la clase. Su ancianidad no le permitía estar de pie mucho tiempo. Una vez sentado, recostó sus codos sobre la mesa y apoyó su frente en sus manos, asumiendo una postura de oración y reflexión.

 

Los estudiantes comenzaron a cuchichear entre sí de forma un poco burlona. Claramente estaban rechazando la idea que la pregunta sugería. Ninguno de ellos creía en la existencia de verdades absolutas. Cada cual creía que cada uno tiene su verdad y que todo es relativo.

 

Eventualmente el cuchicheo burlón cesó y se produjo el más absoluto de los silencios. Después de unos minutos, el anciano se levantó y dijo pausada pero firmemente: “Si las verdades absolutas no existen, tampoco existe el amor incondicional”. Y se volvió a sentar en la misma posición que antes.

 

Los estudiantes se quedaron asombrados y su actitud burlona cambió hacia una postura inquisitiva. Por fin uno de ellos alzó la mano y preguntó: “¿Me puede explicar que quiso decir usted con eso?”

 

Sin inmutarse, el viejo retiró sus manos de su frente, las puso sobre la mesa y levantando el rostro miró fijamente al estudiante y contestó: “Si las verdades absolutas no existen, entonces tu dignidad absoluta, es decir, tu valor absoluto como persona, tampoco existe. Y si tu valor absoluto como persona no existe, tampoco existe el amor incondicional hacia ti como persona. El amor y el valor son correlativos. Amamos lo que valoramos y amamos incondicionalmente lo que valoramos incondicionalmente”.

 

Entonces otro estudiante, en un tono un poco desafiante pero sin dejar de ser respetuoso, cuestionó: “Pero entonces usted está diciendo que somos nosotros los que valoramos a los demás y por eso los amamos, ¿no es así?”

 

“No, no es así,” contestó el profesor. “Cuando dije que amamos lo que valoramos, quise decir que valoramos aquello que en sí mismo tiene valor, como el valor que poseen las personas por el mero hecho de ser personas. El valor absoluto de una persona es una realidad objetiva, si bien es cierto que debe ser reconocido como tal en el interior de la persona que aprecia ese valor”.

 

Otro estudiante alzó la mano y queriendo justificar el cuestionamiento de su compañero, espetó: “No entiendo cómo es que se puede afirmar que el valor absoluto de una persona exista objetivamente y al mismo tiempo que tenga que ser reconocido por los demás. Para mí ese valor solo existe si los demás se lo dan. Todo es relativo. Si la gente no acepta que los demás posean un valor absoluto como personas, entonces no se puede decir que esos valores existan objetivamente”.

 

Esta vez el profesor se levantó y mirando fijamente pero con mucho respeto al estudiante, contestó: “La aseveración que tú has expresado de que todo es relativo no es relativa, sino absoluta. Es una contradicción en términos. Pero aparte de eso, si las personas no poseemos un valor absoluto por el mero hecho de ser personas, entonces sería imposible que otras personas lo reconociesen como tal”. Y se volvió a sentar regresando a sus rezos y reflexiones.

 

Entonces una estudiante alzó la mano y protestó, pero con tono de respeto, diciendo: “El pasado fin de semana fui a comprar un automóvil. Compré el vehículo porque me gustó. Me gustó cómo lucía por dentro y por fuera, el color, el tamaño, etc. Ese gusto mío fue algo subjetivo, totalmente dentro de mí. Por lo tanto, el valor de ese automóvil fue dado por mí, no por el vehículo”.

 

El anciano volvió a incorporarse y mirando fijamente a la estudiante le dijo con mucho amor: “Te felicito por tu nueva adquisición y por el hecho de que te sientas satisfecha. Pero permíteme que te pregunte: ¿El vendedor que te atendió te habló de la buena calidad del motor de ese automóvil, del buen millaje que tenía, de la solidez de su carrocería ante posibles choques y de otras cualidades objetivas que se pueden medir científicamente?”

 

La estudiante bajo levemente su rostro y contestó: “Sí y me habló de otras ventajas que tiene, por ejemplo, de que los frenos son muy buenos y que los vidrios han sido fabricados de tal manera de que si estallan no resultan en pedazos que pueden herir a los que están dentro, sino en pequeñas bolitas que no hacen daño. Esta tecnología de seguridad no es nueva, pero yo la desconocía”, añadió la estudiante, ahora en tono de satisfacción y alegría.

 

Entonces el anciano dijo: “La belleza del automóvil captó tu gusto, lo cual es algo subjetivo. Pero las cualidades objetivas que tiene fueron las que en última instancia te convencieron de adquirirlo. O dicho de otro modo, tú no hubieras comprado el vehículo, por más que te gustara externamente, si alguien conocedor de estas cosas te hubiera dicho que ese tipo de transportes tiene peligrosos defectos o que el motor a la larga no funciona debidamente. ¿No es verdad?”

La estudiante bajó ligeramente su rostro y afirmó con un leve movimiento de su cabeza.

 

Pero entonces otro estudiante alzó la mano y dijo: “Volvamos al tema de las personas. ¿Cómo podemos demostrar que el amor incondicional existe? Para mí todo esto es un ejercicio mental que no supera lo subjetivo, es decir, nuestro sentimientos y gustos.”

 

El anciano profesor, quien todavía permanecía de pie, esta vez alzó la mano y dijo con tono solemne pero con voz calmada: “Cada uno de ustedes aquí tiene o ha tenido unos padres u otras personas allegadas que se han encargado de criarles, alimentarles, cuidarles la salud, pagar sus estudios o al menos contribuir a ellos. Y todo eso lo han hecho de gratis e incluso cuando ustedes no se podían valer por sí mismos. Lo hicieron no porque ustedes lo merecían, sino gratuitamente y por amor…”

 

“Eso es cierto”, interrumpió esta vez otra estudiante, “pero eso no significa que nuestros padres reconocieran que poseemos un valor absoluto por el mero hecho de ser personas. Ningún padre o madre de familia se detiene y piensa: ‘Bueno, voy a amar a mi hijo o a mi hija porque él o ella posee un valor absoluto’. Eso es ridículo. Nuestros padres nos han amado así porque somo sus hijos y nada más”.

 

Después de unos momentos de silencio que parecieron una eternidad y con toda la clase con los ojos clavados en él, el anciano profesor añadió sonriente, pero no con actitud burlona sino de alegría por el triunfo de la verdad cuya aceptación ya anticipaba en sus estudiantes: “Todo eso que usted ha dicho es verdad, ningún padre o madre reflexiona diciendo: ‘Mi hijo o mi hija posee un valor infinito y por ello voy a amarlo o a amarla incondicionalmente, dándolo todo por él o ella’. Sin embargo, aunque no lo consideren conscientemente, en lo más profundo de su corazón existe el reconocimiento implícito – no explícito – de ese valor que su hijo o hija posee objetivamente. Piénsenlo bien y respondan si eso no es verdad”.

 

Casi todos los estudiantes, incluyendo la que había presentado su objeción, asintieron en silencio con la cabeza. La actitud, la mirada y las palabras de respeto y amor, que el viejo profesor les había expresado los habían cautivado, si bien algunos todavía dudaban de que tuviera razón. Pero al menos sentían un profundo respeto por él y, lo que era más importante, estaban dispuestos a continuar reflexionando seriamente sobre las cuestiones planteadas y a cuestionarse sus relativismos y escepticismos.

 

Entonces sucedió algo sorprendente. Un estudiante de baja estatura que se sentaba en la parte trasera del aula levantó tímidamente la mano y preguntó: “Entonces, profesor, ¿de dónde nos viene el valor absoluto que todos poseemos por el mero hecho de ser personas? ¿Cuál es el origen de ese valor? Porque no creo que tenga que surgir por consenso, ya sea del pueblo o de sus autoridades políticas. Eso sería caer otra vez en el subjetivismo, es decir, que las verdades absolutas se deciden por los sentimientos de la mayoría.

 

“Pero eso no puede ser así – siguió diciendo el estudiante, que para entonces ya había vencido su timidez y ahora afirmaba con valentía y humildad al mismo tiempo – porque entonces, ¿cómo se va a reconocer el valor de los que no pueden defenderse o hablar por sí mismos, como los pobres, los enfermos, los ancianos y los niños y las niñas que no han nacido todavía?

 

“Yo creo, señor profesor – siguió diciendo el tímido estudiante, ahora erguido completamente y con la frente en alto, pero sin abandonar su actitud humilde – que nuestro valor infinito como personas viene de Dios, Quien es infinito y es la Verdad Absoluta y nos ha creado por amor y para amar como Él nos ama. Y creo también – ahora con una sonrisa de par en par (el profesor también estaba sonriendo y el resto de los estudiantes no cesaban de su asombro) – que porque Dios es eterno y es amor, que el amor humano también tiene que ser eterno y el valor nuestro como personas también tiene que ser eterno.

 

“Y no solamente eso – siguió diciendo el ya decidido alumno – también tienen que ser absolutas ciertas normas morales, como la que prohíbe matar directamente al inocente…

 

“¿Y qué clase de sociedad vamos a tener – continuó diciendo el pequeño estudiante con la mano en alto y actitud firme – si no creemos en estas verdades absolutas y en el amor incondicional y en Dios que es la fuente de todo esto…?”

 

Pero entonces otro estudiante, que no había intervenido todavía y que todavía albergaba dudas acerca del tema en cuestión, interrumpió preguntando en un tono un poco desafiante: “A ver, deme un ejemplo concreto de una verdad absoluta, aparte de Dios mismo y del principio de no matar nunca al inocente”.

 

El anciano profesor lo miró atentamente y con mucho respeto le dijo: “Tú mismo”.

 

Los estudiantes se quedaron más asombrados todavía y cuchicheaban entre sí que querría decir aquello tan impresionante.

 

El profesor se dio cuenta de lo que pasaba y añadió: “Cada uno de nosotros es una verdad absoluta. Es verdad que nuestra existencia tuvo su origen en Dios y que depende en cada momento de Él. Sin embargo, cada uno de nosotros es un ser eterno, que no tiene fin. Y los valores que Dios ha impreso en nuestro ser también son eternos: nuestra dignidad como personas, nuestra corporeidad, nuestra alama, nuestra naturaleza relacional, el hecho de que hemos sido creados por Dios por amor y para el amor, etc., etc. La verdad absoluta que cada uno de nosotros es no es una verdad abstracta ni impersonal, sino una verdad muy concreta e intensamente personal…”

 

Pero en ese momento sonó el timbre y el tiempo de la clase terminó. Los estudiantes, cabizbajos y pensativos, lentamente se levantaron de sus puestos y abandonaron la clase, pero no sin antes estrechar la mano del anciano profesor.

 

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