San Bernardino, California, EEUU. Ciudad Colorado, EEUU. París, Francia. No pasa un día sin que dejemos de ser testigos de numerosas imágenes y noticias de crímenes violentos alrededor del mundo. A menudo estas informaciones vienen acompañadas de una plétora de motivos que los expertos nos ofrecen para explicar estos macabros hechos. Sus explicaciones podrían ser válidas o podrían ser también una cortina de humo que esconde la verdadera naturaleza de los problemas. Sugiero que consideremos las razones más fundamentales: el rechazo de Dios y de la verdad objetiva acerca de la dignidad de la persona humana.
“Si Dios no existe, todo está permitido” es una cita que a menudo se atribuye a Dostoevsky, aunque a decir verdad uno de los personajes de su novela “Los hermanos Karamazov” sólo dijo algo parecido. Esta intuición no es original y también fue propuesta en términos diferentes por otros autores cuyas ideas destructoras se oponían diametralmente a la fe cristiana de Dostoevsky: Sartre, Nietzsche y Marx.
La Europa del siglo XIX fue testigo del surgimiento de sistemas sociales, políticos, científicos e ideológicos que eran implícita o explícitamente ateos. Fue una época de una abierta negación de la existencia de Dios. Se consideraba que la creencia en Él y la práctica de la religión eran reliquias del pasado, cosas que ya no eran necesarias. Como dijo Carlos Marx: “La religión es el opio del pueblo”. Se pensaba que la fe religiosa constituía una dependencia en la ayuda sobrenatural y, por lo tanto, un signo de inmadurez de la humanidad – de la cual era necesario que se liberase.
Como ya sabemos, las ideas de Nietzsche y de Marx fueron sistematizadas y puestas en práctica por Hitler y Lenin, respectivamente, en sus sistemas de socialismo nacional y de comunismo, los cuales causaron dos de las más grandes atrocidades de toda la historia.
La modernidad pone su fe en la tecnología y en la política como los medios para perfeccionar el mundo. El mundo sin Dios que estas ideologías eventualmente producen es un mundo deshumanizado donde todo está permitido – los únicos límites dependen de los caprichos de los poderosos. Sin ningún sentido de una Ley que exija una conducta moral a las personas y a la sociedad ante la política y las arbitrarias sentencias de los jueces, la gente establece su vida sobre la base de una concepción individualista y privatista de la existencia humana. El fruto de una vida sin Dios y sin la fe en la inmortalidad es una vida trágicamente condenada al aislamiento, la soledad y la ruptura – un alma atormentada y esclava de las pasiones, el egoísmo y el auto-consumo.
Si bien hay personas que no creen en Dios pero que se preocupan genuinamente por los demás y siguen un cierto código moral, ese código se funda en preferencias personales y, por lo tanto, es fundamentalmente arbitrario y fácilmente moldeable por el espíritu de los tiempos. Muchas veces, tanto en la historia pasada como en la del presente, se trata de un espíritu homicida.
Podría asegurar que debido a que la actual cultura secular continúa alienando al hombre y a la mujer de la verdad objetiva acerca de su dignidad como criaturas hechas a imagen y semejanza de Dios, la sociedad continuará descendiendo hacia actos cada vez más violentos. No podría ser de otra manera si la persona humana es considerada un producto o una mercancía para ser usada y descartada. Si el código “moral” que se utiliza es puramente subjetivo – responde a impulsos interiores y deseos – no hay nada que detenga la matanza de aquellos que son considerados “inconvenientes”, ya sea que estén en el vientre materno o en un centro comercial.
Es evidente que tampoco los cristianos están exentos del error, como la historia, pasada y presente, lo demuestra claramente. Tampoco los cristianos han dicho lo contrario. Lo que sí han dicho los cristianos es que, cuando ellos fracasan moralmente – ya sea por medio de pecados veniales o de pecados mortales y atroces – han traicionado la Ley de Dios, independientemente de cómo se hayan sentido respecto de sus actos o de lo que un juez particular haya sentenciado. Por ello es que los cristianos creen que la legitimidad de la ley humana se mide según su consonancia con la Ley de Dios – con Su amor y Su justicia.
Si no existe Dios, no existe tampoco la inmortalidad. Y si no existe la inmortalidad, tampoco existe el juicio. Y si no hay juicio, las decisiones y los actos no tienen consecuencias fuera de los consensos y leyes humanas. Y si se determina que estos consensos y leyes contradicen el interés propio, entonces pueden ser pasados por alto o violados. Si no hay Dios, entonces la propia voluntad y el propio deseo se convierten en la fuente de todo.
El Papa Emérito Benedicto XVI señaló perfectamente este punto cuando analizó el nuevo “orden” mundial de Carlos Marx, el cual rechaza la fe y el valor trascendente de la persona humana:
“El error de Marx no consiste sólo en no haber ideado los ordenamientos necesarios para el nuevo mundo; en éste, en efecto, ya no habría necesidad de ellos. Que no diga nada de eso es una consecuencia lógica de su planteamiento. Su error está más al fondo. Ha olvidado que el hombre es siempre hombre. Ha olvidado al hombre y ha olvidado su libertad. Ha olvidado que la libertad es siempre libertad, incluso para el mal. Creyó que, una vez solucionada la economía, todo quedaría solucionado. Su verdadero error es el materialismo: en efecto, el hombre no es sólo el producto de condiciones económicas y no es posible curarlo sólo desde fuera, creando condiciones económicas favorables” (Encíclica Spe Salvi sobre la esperanza cristiana, 30 de noviembre de 2007, no. 21, http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/encyclicals/documents/hf_ben-xvi_enc_20071130_spe-salvi.html).
El valor de un ser humano se funda en la voluntad y el amor de Dios, que crea a cada persona humana a Su imagen y semejanza. De manera que cuando la fe y la verdad objetiva acerca de la inmortalidad de la persona humana desaparecen de la sociedad, una de las consecuencias inevitables es que el respeto hacia cada vida humana también desaparece.
Por consiguiente, la meta primaria de una sociedad que desea la paz y la justicia verdaderas sigue siendo la búsqueda constante del bien común – tal y como lo define la Iglesia – y la protección de la dignidad inalienable de todo ser humano desde su concepción hasta su muerte natural. Estos asuntos no existen separados unos de otros; al contrario, están profundamente relacionados.
El amor y el respeto debidos a la dignidad trascendente de cada ser humano es la meta principal de una sociedad en busca de la paz y la justicia social auténticas. Si se niega a Dios y la verdad objetiva acerca del valor trascendente de la persona humana, la propia persona se destruye a sí misma y destruye a su prójimo.
Oremos por las almas de los que han muerto, por las de sus asesinos y por las de aquellos que lloran a sus seres queridos, y también oremos para que se haga justicia.
Es necesario condenar estos actos violentos, así como condenamos el aborto y la matanza de los inocentes. Pero ello no es suficiente. La labor más difícil y necesaria es armonizar lo más posible nuestras vidas, familias y comunidades con la Ley de Dios, con el Príncipe de la Paz.
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