Los que proponen una estricta separación entre la Iglesia y el Estado en realidad quieren también excluir a la Iglesia, a cualquier confesión cristiana o de índole religiosa, su justa y debida participación en la esfera pública. Para justificar su “argumento” utilizan la famosa enseñanza de Jesucristo de “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” [1].
Pero esa es una interpretación equivocada de esa enseñanza. Al contrario, basada en esta doctrina de Jesús, la Iglesia enseña que cuando el Estado sobrepasa los límites de su autoridad violando el orden moral, los derechos humanos fundamentales o la enseñanzas del Evangelio, nadie, incluyendo los cristianos, tiene la obligación de obedecerlo. Incluso, cuando se trata de la pretensión de imponer la ejecución de un acto moralmente grave, la persona o la institución en cuestión tienen el deber de ejercer la desobediencia civil [2]. “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” [3].
La Iglesia enseña que tanto el Estado como la Iglesia tienen esferas distintas pero convergentes de acción. Ambas instituciones tienen su campo de acción y cada uno goza de su propia, aunque limitada, autonomía [4]. La Iglesia no debe inmiscuirse indebidamente en la competencia del Estado, v.gr. no debe exigirle que establezca a la Iglesia como la única religión válida en la sociedad, ni tampoco que apruebe leyes que obliguen a todos (católicos o no) a que vayan a Misa todos los domingos y días de precepto. Pero el Estado tampoco debe inmiscuirse en los asuntos internos de la Iglesia ni de sus instituciones, v.gr. imponiéndole que practique el aborto en sus centros de salud o que remita a otros médicos que lo hagan, o pretendiendo que los cristianos u otras personas de buena voluntad cometan estos actos antivida en instituciones de salud del Estado, conculcando así el derecho a la objeción de conciencia, que es columna del Estado de Derecho [2]. De nuevo, no se trata de imponer una “moral sectaria” al resto de la sociedad, sino de respetar el derecho a la vida, el cual es el precepto más fundamental del derecho natural, común a todos los seres humanos [5].
La Iglesia y el Estado deben cooperar mutuamente en aras del bien común. En vez de usar el feo y divisivo término de “separación”, debemos adoptar el concepto de “distinción” y “cooperación” entre los dos. De esa manera se podrá establecer una sociedad donde reinen la paz, la armonía y el justo orden de leyes y valores. Debemos rechazar el diabólico concepto de “lucha de clases”, “lucha entre instituciones” o “luchas entre los sexos”, etc. Lo que hay que intentar es establecer la unidad en una justa y correcta diversidad [6]. Las divisiones sólo traen violencia y peores injusticias. Se necesita el diálogo abierto, respetuoso y sereno entre todos los actores sociales.
Notas:
[1]. Mateo 22:21.
[2]. Véase Catecismo, nos. 1782, 1903 y 2242.
[3]. Hechos 5:29.
[4]. Véase Concilio Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et spes, sobre la Iglesia ante el mundo actual, no. 76, 1965.
[5]. Véase Catecismo., nos. 2273 y 2211.
[6]. Por “diversidad” se entiende aquí diversidad de culturas, de etnias y de procesos políticos acordes al bien común y no a conceptos equivocados y dañinos acerca de la sexualidad humana (por ejemplo, la ideología de “género”) ni ideologías políticas perversas, como el marxismo, el socialismo y el nazismo.
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