El amor-eros y el amor-ágape en el matrimonio cristiano

 

Adolfo J. Castañeda, MA, STL

Director de Educación

Vida Humana Internacional

02-26-2022

 

Según la catequesis 22 “Conocimiento conyugal y procreación” de San Juan Pablo II sobre la teología del cuerpo, cuando Dios presentó a Adán los animales y éste les dio nombre, tomó posesión de ellos pero no se identificó con ellos (Génesis 2:18-20). En la Biblia, el nombrar algo significa tomar posesión de ese objeto o animal. Al ponerles nombre, Adán tomó posesión de ellos como su señor, comenzando así a realizar el mandato de Dios de someter la tierra (Génesis 1:28). Se trató de un conocimiento externo y dirigido hacia la posesión y el dominio.

 

Sin embargo, cuando Adán y Eva se “conocen” en Génesis 4:1 se trata de una experiencia muy distinta. El hombre y la mujer se unen de una manera tan íntima que se convierten en una sola carne (Génesis 2:24). Por medio de este “conocimiento” engendran un nuevo ser humano y toman posesión de su misma humanidad. Más todavía, se realizan a sí mismos como personas. Se trata de un nivel de “conocimiento” mucho más profundo y personal que algo puramente externo.

 

El mandato de Dios de “Procread y multiplicaos y henchid la tierra” (Génesis 1:28) tiene un profundo significado. El hombre y la mujer engendran un ser semejante a ellos, del que pueden decir juntos que es “carne de mi carne y hueso de mis huesos” (Génesis 2:24). Toman de nuevo posesión de su propia humanidad al contemplarla ante ellos en ese hijo que han engendrado y a quien le han transmitido su propia humanidad e incluso la imagen de Dios en ellos. Su posesión es de sí mismos, es una afirmación de su propio ser como personas humanas. Y cada vez que engendren a un nuevo ser humano se volverán a poseer y a afirmar a sí mismos.

 

Se puede explicar el concepto de “conocimiento” en la Biblia con el concepto del “eros”, pero con mucha cautela. Para el filósofo antiguo Platón (350 AC), el eros era el amor que desea la unión del alma con la Belleza Suprema trascendente. Platón creía en un mundo espiritual donde estaban las ideas perfectas de las cuales los seres y las cosas materiales de este mundo eran copias. El alma tiene nostalgia de ese mundo perfecto e intenta huir del cuerpo para unirse a las ideas.

 

Luego, a través de la historia, la humanidad le ha dado un sentido sexual al concepto de eros, como lo erótico. Ese concepto tiene el significado de unión sexual pero también el de posesión de la otra persona como objeto de placer sexual.

 

Sin embargo, la Biblia no habla de eros. En todo caso, su concepto de “conocimiento”, aunque sí incluye la unión entre el hombre y la mujer, no se reduce a mera posesión egoísta. Ciertamente, esa posesión egoísta no se da en la época de la inocencia original. Y aún en la época después del pecado original se puede decir que la unión conyugal no se reduce a la posesión de la mujer como un objeto sexual por parte del hombre.

 

 

Es cierto, después del pecado original, el hombre y la mujer tendrán que hacer un gran esfuerzo con la ayuda de Dios para no convertirse en meros objetos de placer el uno para el otro. Pero, la doctrina católica enseña que el pecado original, aunque dañó considerablemente la naturaleza humana, no la destruyó totalmente (ver Catecismo, nos. 406 y 418). En el fondo del hombre y la mujer queda una nostalgia y un deseo de recuperar ese primer amor inocente.

 

Génesis 3 nos enseña que el “conocimiento” y la “procreación”, tan profundamente arraigados en la persona humana, sufrió los efectos del pecado original: el sufrimiento y la muerte. Dios dice a la mujer: “Parirás los hijos con dolor” (Génesis 3:16). Y al hombre le dijo: “Volverás a la tierra, pues de ella has sido tomado; ya que eres polvo y al polvo volverás” (Génesis 3:19).

 

La historia del ser humano confirma la radicalidad de estas sentencias. Al quebrantar el mandato de Dios de no comer del fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal (Génesis 2:16-17), Dios separa al hombre del árbol de la vida (Génesis 3:22). El fruto prohibido de ese árbol misterioso simboliza el muro que el hombre y la mujer no debían haber franqueado entre un estado de inocencia original de profunda comunión con Dios a un estado de naturaleza caída (= pecado original) en la cual el hombre y la mujer se separan de la comunión con Dios al creer soberbiamente que “serían como dioses” (Génesis 3:5).

 

Pero Dios no los abandonó. En Génesis 3:15 les prometió un Salvador que será descendiente de la mujer, quien le pisará la cabeza a la serpiente, símbolo de satanás. Ese descendiente es Jesucristo nuestro Salvador. Y la mujer es María, la Nueva Eva (= madre de los vivientes, Génesis 3:20). Dios tampoco les ha quitado la vida del todo al hombre y a la mujer, sólo la ha limitado. La vida humana continúa y se renueva a través de la procreación.

 

La Iglesia no deja de valorar el matrimonio y la procreación, a pesar de estar afectados por el pecado original por medio de la concupiscencia que es la inclinación al pecado. La Iglesia nos enseña que “El matrimonio y el amor conyugal están ordenados por su propia naturaleza a la procreación y educación de la prole. Los hijos son, sin duda, el don más excelente del matrimonio y contribuyen sobremanera al bien de los propios padres” (HV 9, énfasis añadido).

 

Podemos dar muchos ejemplos en los que los padres son beneficiados por sus propios hijos. Pero ciertamente el principal es que el amor a los hijos exige un amor de sacrificio. En el Nuevo Testamento, el amor que más se menciona es este amor de sacrificio, que en griego se llama ágape. Ese es el amor que Jesucristo tuvo (y tiene) por nosotros y que lo hizo capaz de padecer y morir en la cruz por todos nosotros.

 

Cuando los padres se esfuerzan y se sacrifican por sus hijos, su amor, incluyendo su amor-eros, es purificado del egoísmo por medio del amor-ágape. Ese amor de sacrificio por los hijos tiene un efecto de boomerang sobre los mismos padres, no solo como padres sino también como esposos. Incluso, su amor-eros crece en calidad, fidelidad y gozo. La Iglesia tiene toda la razón al enseñar que los hijos son el don más excelente del matrimonio y que contribuyen sobremanera al bien de los propios padres.

 

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