El Misterio de la Visitación y la causa provida

 

Adolfo J. Castañeda, MA, STL

Director de Educación

Vida Humana Internacional

www.vidahumana.org

 

El Misterio de la Visitación es el segundo misterio de los Misterios Gozosos del Santo Rosario. Se encuentra en Lucas 1:39-45,

 

39 En aquellos días, levantándose María, fue de prisa a la montaña, a una ciudad de Judá; 40 y entró en casa de Zacarías, y saludó a Isabel. 41 Y aconteció que cuando oyó Isabel la salutación de María, la criatura saltó en su vientre; e Isabel fue llena del Espíritu Santo, 42 y exclamó a gran voz, y dijo: Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre. 43 ¿Por qué se me concede esto a mí, que la madre de mi Señor venga a mí? 44 Porque tan pronto como llegó la voz de tu salutación a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. 45 Y bienaventurada la que creyó, porque se cumplirá lo que le fue dicho de parte del Señor.

 

El versículo 39 dice que María se “fue de prisa a la montaña, a una ciudad de Judá”. María acababa de recibir la visita del Arcángel San Gabriel, quien le anunció que Dios quería que fuese la Madre de su Hijo Jesucristo. Y también le informó que su prima Santa Isabel estaba en cinta desde hacía seis meses. Ver el pasaje de Lucas 1:26-38, que comentamos en nuestro artículo anterior sobre la Anunciación y su relación con la causa provida.

 

María el enterarse de que su prima llevaba seis meses de embarazo fue enseguida a su casa para ayudarla. María no se quedó embelesada debido a la tremenda experiencia espiritual que acaba de tener de ser escogida para ser la Madre de Dios, sino que puso su amor en práctica y se fue rápidamente para servir a Santa Isabel. En esto, María nos da ejemplo de servicio a la vida una vez que hemos hecho nuestra oración. La acción práctica de servicio al prójimo debe ser la consecuencia de nuestra vida espiritual.

 

María tuvo que hacer un gran esfuerzo para llegar a casa de Santa Isabel. El pasaje nos dice que tuvo que subir una montaña para llegar a una ciudad de Judá. María estaba en Nazaret, que está en Galilea. Santa Isabel estaba en una ciudad de Judá, otra región lejana de Galilea. La distancia entre la casa de María y la de su prima Santa Isabel probablemente era de ¡más de 140 kilómetros! Además, en aquella época y en aquellos lugares los medios de transporte eran los burros, los mulos o los caballos que tiraban de carretas o carromatos. María no era una mujer de muchos recursos. De manera que podemos imaginar que el transporte que tuvo que escoger no fue el de los mejores. El esfuerzo físico que tuvo que realizar para llegar a su destino no podemos subestimarlo para nada.

 

El versículo 40 nos dice que María “entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel”. Zacarías, el esposo de Santa Isabel, era el cabeza de aquel hogar, por eso la casa donde vivía Santa Isabel llevaba su nombre. Zacarías era sacerdote del Señor y oficiaba por turnos en el Templo de Jerusalén.

 

En una de esas ocasiones un ángel se le apareció para anunciarle que su esposa concebiría a San Juan Bautista, el precursor del Mesías. Al principio, Zacarías no le creyó porque tanto él como Santa Isabel eran de edad avanzada. Por no creer quedó mudo hasta la circuncisión de San Juan Bautista ocho días después de su nacimiento. Pero Zacarías, al igual que Isabel, eran personas justas y santas. De manera que el sacerdote llegó a recuperar el habla y a entonar un himno de alabanza a Dios que se ha hecho muy conocido en la Liturgia de las Horas, que son las oraciones diarias de la Iglesia. Ver Lucas 1:5-25, 57-79.

 

El versículo 41 nos dice que “En cuanto oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el niño en su seno, Isabel quedó llena del Espíritu Santo”. El Catecismo, no. 717, nos enseña acerca de este versículo que,

 

“Hubo un hombre, enviado por Dios, que se llamaba Juan” (Juan 1:6). Juan fue “lleno del Espíritu Santo ya desde el seno de su madre” por obra del mismo Cristo que la Virgen María acababa de concebir del Espíritu Santo. La Visitación de María a Isabel se convirtió así en “visita de Dios a su pueblo” (Lucas 1:68).

 

Este versículo de Lucas 1:68 al que se refiere el Catecismo es el comienzo del cántico profético de Zacarías (Lucas 1:68-79) que pronunció apenas recuperó su habla después del nacimiento y circuncisión de San Juan Bautista. Este versículo de Lucas 1:68 dice así:

 

“Bendito el Señor Dios de Israel porque ha visitado y redimido a su pueblo”.

 

Esto significa que la familia de Zacarías, Santa Isabel y San Juan Bautista representan al resto fiel de Israel (ver Catecismo, no. 716) a quien Dios, en el vientre de María, los visita para inaugurar su misión de salvación y su predicación del Evangelio (= Buena Noticia) en cumplimiento de todas las promesas del Antiguo Testamento.

 

El Catecismo, no. 523, amplía más aún la identidad y misión de San Juan Bautista diciendo que:

 

San Juan Bautista es el precursor inmediato del Señor (ver Hechos 13:24), enviado para prepararle el camino (ver Mateo 3:3). Es “Profeta del Altísimo” (Lucas 1:76, este versículo es parte del cántico de Zacarías), según el mismo Cristo sobrepasa a todos los profetas (ver Lucas 7:26), de los que es el último (ver Mateo 11:13), e inaugura el Evangelio (ver Hechos 1:22 y Lucas 16:16); desde el seno de su madre saluda la venida de Cristo y encuentra su alegría en ser “el amigo del esposo” (Juan 3:29) a quien señala como “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29). Precediendo a Jesús “con el espíritu y el poder de Elías” (Lucas 1:17), da testimonio de él mediante su predicación, su bautismo de conversión y finalmente con su martirio (ver Marcos 6:17-29).

 

El hecho de que San Juan Bautista precederá a Jesús “con el espíritu y el poder de Elías” no significa para nada que San Juan Bautista era una “rencarnación” de Elías, como erróneamente piensan los creen en la herejía de la “Nueva Era”. La Biblia es muy clara en cuanto a que “el destino de los hombres es que mueran una sola vez, y luego ser juzgados” (Hebreos 9:27).

 

Elías había sido un gran profeta del Antiguo Testamento. Al final de su vida fue llevado milagrosamente al Cielo en un carro de fuego (ver 2 Reyes 2:11-13). La tradición, tanto oral como escrita, del Antiguo Testamento respecto a Elías era que este profeta “volvería” para preparar la venida del Mesías (ver Malaquías 3:27).

 

Pero en realidad esa “venida” de Elías se refería más bien al carisma profético de Elías que consistía en preparar el camino del Señor, misión que cumplió San Juan Bautista. El ángel que se le apareció al sacerdote Zacarías, mientras oficiaba en el Templo de Jerusalén, para predecirle que él y su esposa Santa Isabel tendrían un hijo, San Juan Bautista, le dijo que éste “irá delante de él [Jesús] con el espíritu y el poder de Elías” (Lucas 1:17).  El propio Jesús explicó a sus discípulos que este carisma del “espíritu y el poder de Elías” Dios se lo había concedido a San Juan Bautista: “Él (San Juan Bautista), es Elías, el que tenía que venir” (Mateo 11:14; ver también Mateo 17:12-13). Esto significa que hay una importante línea de continuidad entre los profetas del Antiguo Testamento (representados por Elías) y el último de los profetas inmediatamente antes de Cristo: San Juan Bautista.

 

Este rol especial de Elías de representar a todos los profetas del Antiguo Testamento se manifestó claramente en la Transfiguración de Jesús (ver Mateo 17:1-8). En esa extraordinaria experiencia, Elías (representante de los Profetas) y Moisés (representante de la Ley) aparecen hablando con Jesús. Dios demostró así a los discípulos que estaban presentes (Pedro, Santiago y Juan) que en verdad Su Hijo era el cumplimiento de la Ley y los Profetas, como el mismo Jesús lo afirmó en Mateo 5:17.

 

El versículo 42 nos dice que “Isabel exclamó: ‘Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno”. Todos conocemos este versículo como la segunda parte de la Salutación del Ave María, al cual ya nos hemos referido en nuestro primer artículo de esta serie en el que tratamos el Misterio de la Anunciación y su relación con la causa provida. Santa Isabel es la primera en una larga lista de cristianos que bendecirán a María hasta el día de hoy e, incluso, por toda la eternidad. María misma predijo este hecho durante este encuentro con Santa Isabel en su cántico llamado el Magnificat: “desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada” (Lucas 1:48).

 

El versículo 43 nos dice que Santa Isabel continuó su saludo a María con una expresión de fe tan impresionante que solo fue posible por la actuación del Espíritu Santo: “¿De dónde a mí que venga a verme la madre de mi Señor?” Santa Isabel demuestra una gran humildad al reconocer que quien la visita lleva en su seno ¡nada más y nada menos que a Dios mismo! El Catecismo, no. 448, nos explica el significado de la frase “la madre de mi Señor”:

 

Con mucha frecuencia, en los evangelios, hay personas que se dirigen a Jesús llamándole “Señor”. Este título expresa el respeto y la confianza de los que se acercan a Jesús y esperan de Él socorro y curación (ver Mateo 8:2; 14:30; 15:22, etc.). Bajo la moción del Espíritu Santo, expresa el reconocimiento del misterio divino de Jesús (ver Lucas 1:43 y 2:11). En el encuentro con Jesús resucitado, se convierte en adoración: “Señor mío y Dios mío” (Juan 20:28). Entonces toma una connotación de amor y de afecto que quedará como propio de la tradición cristiana: “¡Es el Señor!” (Juan 21:7). (Énfasis añadido.)

 

En su carta a los Filipenses, San Pablo inserta un antiguo y muy hermoso himno cristiano que demuestra claramente que “Señor” es un título divino que se le aplica a Cristo. El pasaje se encuentra en Filipenses 2:6-11:

 

6 Él, siendo en forma de Dios,
no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse,
sino que se despojó a sí mismo,
tomó la forma de siervo
y se hizo semejante a los hombres.
Mas aún, hallándose en la condición de hombre,
se humilló a sí mismo,
haciéndose obediente hasta la muerte,
y muerte de cruz.
Por eso Dios también lo exaltó sobre todas las cosas
y le dio un nombre que es sobre todo nombre,
10 para que en el nombre de Jesús
se doble toda rodilla de los que están en los cielos, en la tierra y debajo de la tierra;
11 y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor,
para gloria de Dios Padre.

 

Hemos enfatizado las frases que claramente indican que “Señor” es un título divino. El doblar la rodilla, en este contexto, es un gesto de adoración. De hecho, ya los primeros versículos de este himno (vv. 6 y 7) nos indican que la naturaleza divina de Jesús ha asumido una naturaleza humana. La frase “forma de Dios” aquí significa “naturaleza divina”. Esta es la enseñanza que nos ha dado la Iglesia por medio del dogma de la Encarnación, que ya estudiamos en el artículo anterior.

 

En otras palabras, la frase “la madre de mi Señor” equivale a “la madre de mi Dios”. María es la Madre de Dios porque llevó en su seno y dio a luz a Aquel que es una Persona Divina con dos naturalezas: la divina y la humana. Como Jesús es una sola Persona (y no dos personas, como los herejes de los primeros siglos creían) y como María llevó en su seno y dio a luz a esa única Persona, entonces de ello se deduce que María es Madre de Dios y no solo del hombre Jesús.

 

Ciertamente María no concibió a la Persona Divina del Hijo de Dios, sino a la naturaleza humana que esa Persona Divina había asumido en su seno. Pero al estar la naturaleza humana personalmente unida a la naturaleza divina en la sola Persona Divina del Hijo de Dios y al María llevar a en seno a esa Persona Divina unida a la naturaleza humana, se puede y debe decir que María es Madre de Dios. María es la Theotokos, que en griego significa “la que lleva a Dios” en su seno y la que le dio a luz.

 

Este dogma no está expresando los disparates de que “María existió antes que Dios” ni mucho menos de que “María creó a Dios” ni nada por estilo, sino simplemente que María llevó en su seno y dio a luz a Aquel que es Dios y hombre al mismo tiempo.

 

En el no. 495, el Catecismo explica muy bien este dogma que fue declarado en el Concilio de Éfeso, en el año 431:

 

Llamada en los Evangelios “la Madre de Jesús”(Juan 2:1; 19:25; ver Mateo 13:55, etc.), María es aclamada bajo el impulso del Espíritu como “la madre de mi Señor” desde antes del nacimiento de su hijo (ver Lucas 1:43). En efecto, aquél que ella concibió como hombre, por obra del Espíritu Santo, y que se ha hecho verdaderamente su Hijo según la carne, no es otro que el Hijo eterno del Padre, la segunda persona de la Santísima Trinidad. La Iglesia confiesa que María es verdaderamente Madre de Dios [Theotokos] (ver Concilio de Éfeso, año 431 DS, 251).

 

El dogma mariano de María Madre de Dios es la consecuencia lógica del dogma de la unidad sin confusión de las dos naturalezas, la divina y la humana, en la única Persona Divina del Hijo de Dios. Este dogma acerca de Cristo fue proclamado también en el Concilio de Éfeso del año 431, pero antes del dogma de María Madre de Dios, ya que este segundo dogma es consecuencia del primero. En realidad, todos los dogmas marianos tienen su raíz en todas las verdades que conciernen a la Persona de Cristo.

 

El Catecismo, no. 466 cita a los obispos del Concilio de Éfeso quienes unidos al Papa proclamaron que María es

 

Madre de Dios, no porque el Verbo [la Palabra] de Dios haya tomado de ella su naturaleza divina, sino porque es de ella, de quien tiene el cuerpo sagrado dotado de un alma racional unido a la Persona del Verbo, de quien se dice que el Verbo nació según la carne.

 

Luego, el Concilio de Calcedonia (451) profundizó más aún la doctrina del Concilio de Éfeso y declaró que

 

Se ha de reconocer a un solo y mismo Cristo Señor, Hijo único en dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación. La diferencia de naturalezas de ningún modo queda suprimida por su unión, sino que quedan a salvo las propiedades de cada una de las naturalezas y confluyen en un solo sujeto y en una sola persona» (Catecismo, no. 467).

 

Por lo tanto, María Madre de Dios es un dogma que hay que aceptar con un asentimiento de fe, como corresponde a todas las enseñanzas infalibles de la Iglesia. Es decir, esta verdad es parte de la Revelación de la Palabra de Dios que se encuentra en la Sagrada Tradición. La Iglesia nos enseña que la Revelación de la Palabra de Dios nos es transmitida de dos maneras: la tradición escrita (la Biblia) y la tradición oral (la Sagrada Tradición). La Sagrada Tradición es la predicación de Cristo y los Apóstoles que se mantiene viva en la Iglesia por medio de sus enseñanzas infalibles expresadas por medio de dogmas, como éste que estamos comentando. La Sagrada Tradición y la Biblia transmiten la misma Revelación. Las dos juntas constituyen un solo depósito de la Palabra de Dios. Ver Catecismo, no. 97. Hay algunas verdades de la fe que no se encuentran explícitamente en la Biblia, pero sí explícitamente en la Sagrada Tradición. María Madre de Dios está implícitamente en la Biblia, como ya hemos visto. Pero sí se encuentra explícitamente explicada y proclamada por la Iglesia, como ya vimos.

 

A través de los siglos los católicos han venerado a María Madre de Dios. En el siglo XV (los 1,400) cuando en Europa se desató la peste bubónica, el pueblo de Dios añadió la Petición al Ave María. (Hasta ese momento el Ave María solo consistía de la Salutación.) Con esa adición, que fue aceptada por Papas y Obispos, los cristianos imploraron a la Madre de Dios su intercesión para que Cristo detuviera esta tragedia. Por ello añadieron esta hermosa petición al Ave María:

 

Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.

 

Desde ese momento en adelante esa petición quedó añadida al Rosario y desde ese momento se aplica a todo tipo de súplicas.

 

Observemos que ambas partes del Ave María vienen de la Palabra de Dios. Como ya vimos en el artículo anterior, la Salutación está explícitamente en la Biblia, en el Evangelio según San Lucas. Y la Petición está basada también en la Palabra de Dios, pero esta vez en la Sagrada Tradición, en los Concilios de Éfeso en el 431 DC y de Calcedonia en el año 451 DC.

 

El versículo 44 nos dice que Santa Isabel, apenas oyó el saludo de María, sintió que su hijo, San Juan Bautista, saltó de gozo en su seno ante la presencia de Jesús en el seno de María. No encontramos en la Biblia escena más impresionante acerca de dos niños por nacer comunicándose entre sí. Jesus tenía apenas unos pocos días de concebido y aun así fue capaz, tras el saludo de su Madre, de transmitir el Espíritu Santo a San Juan Bautista, de seis meses de concebido, y a la propia Santa Isabel.

 

Se trata de la primera escena bíblica de la Evangelización (= Buena Nueva). Una especie de microcosmos y anticipo de toda la misión evangelizadora de Jesús y luego de sus Apóstoles y demás discípulos. María, por medio de su saludo a Santa Isabel, es la primera evangelizadora, la primera en transmitir la Buena Nueva de que Jesús, en su propia Persona es esa buena noticia de que Dios nos ama hasta el extremo de darnos a Su propio Hijo como rescate de nuestros pecados y como el don precioso de la vida eterna (ver Juan 3:16-17). El saludo de María provoca que Jesús envíe el Espíritu Santo a San Juan Bautista y a Santa Isabel. Y es que María estaba tan llena del Espíritu Santo y de Jesús mismo que apenas unas pocas palabras de saludo fueron suficientes para desatar en esa santa casa toda la potencia del Espíritu Santo.

 

Al respecto, San Pablo nos da dos espléndidas enseñanzas que reflejan este acontecimiento tan extraordinario, que tuvo lugar en las circunstancias más ordinarias de la vida de dos familias que se encuentran en la sencillez cotidiana de un humilde hogar en las montañas de Judea:

 

La fe viene de la predicación, y la predicación, por la palabra de Cristo (Romanos 10:16).

 

Nadie puede decir: “¡Jesús es Señor!” sino movido por el Espíritu Santo (1 Corintios 12:3).

 

María “predicó” con su saludo la Palabra que es Cristo. En este caso, Cristo estaba no solo espiritualmente presente en María, sino físicamente también. Santa Isabel, movida por el Espíritu Santo, reconoce que Aquel a Quien María lleva en su seno es el Señor. Momentos antes del reconocimiento de Santa Isabel y la causa de dicho reconocimiento fue el hecho de que San Juan Bautista, también bajo el influjo del Espíritu Santo, reconoció a Jesús como Señor. No lo hizo con palabras, sino con un salto lleno de alegría en el seno de su madre Santa Isabel.

 

Este es un poderoso mensaje provida que nos da la Biblia. Santa Isabel reconoce que María lleva en su seno a un ser humano a pocos días de concebido, un ser humano que, de alguna manera, es Dios también. San Juan Bautista, de seis meses de gestación también demuestra su propia humanidad dando un salto de alegría, por medio del cual reconoce que María lleva en su seno al Dios-hombre.

 

El versículo 45 continúa con la respuesta de Santa Isabel al saludo de María: Y bienaventurada la que creyó, porque se cumplirá lo que le fue dicho de parte del Señor. Al igual que los versículos anteriores y muchos otros breves pasajes de la Biblia, este versículo 45 a pesar de su brevedad está cargado de sentido y de enseñanzas para todos nosotros. Así sucede en gran parte del resto de la Biblia, su poderoso mensaje lleno de sentido es expresado en términos breves, humildes y cotidianos.

 

El Catecismo, en los nos. 148, 149, 967 y 972 nos explica muy bien la grandeza de la fe de María que se encuentra en este breve versículo:

 

La Virgen María realiza de la manera más perfecta la obediencia de la fe. En la fe, María acogió el anuncio y la promesa que le traía el ángel Gabriel, creyendo que «nada es imposible para Dios» (Lucas 1:37; ver Génesis 18:14) y dando su asentimiento: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lucas 1:38). Isabel la saludó: «¡Dichosa la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!» (Lucas 1:45). Por esta fe todas las generaciones la proclamarán bienaventurada (ver Lucas 1:48).

 

Durante toda su vida, y hasta su última prueba (ver Lucas 2:35), cuando Jesús, su hijo, murió en la cruz, su fe no vaciló. María no cesó de creer en el «cumplimiento» de la palabra de Dios. Por todo ello, la Iglesia venera en María la realización más pura de la fe.

 

Por su total adhesión a la voluntad del Padre, a la obra redentora de su Hijo, a toda moción del Espíritu Santo, la Virgen María es para la Iglesia el modelo de la fe y de la caridad. Por eso es “miembro supereminente y del todo singular de la Iglesia”, incluso constituye “la figura” o prototipo de la Iglesia.

 

La Madre de Jesús, glorificada ya en los cielos en cuerpo y alma, es la imagen y comienzo de la Iglesia que llegará a su plenitud en el siglo futuro. También en este mundo, hasta que llegue el día del Señor, brilla ante el Pueblo de Dios en marcha, como señal de esperanza cierta y de consuelo».

 

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