Ante la “cultura” de la muerte, el Papa San Juan Pablo II nos llama a establecer la cultura de la vida:

 

“A todos los miembros de la Iglesia, pueblo de la vida y para la vida, dirijo mi más apremiante invitación para que, juntos, podamos ofrecer a este mundo nuestro nuevos signos de esperanza, trabajando para que aumenten la justicia y la solidaridad y se afiance una nueva cultura de la vida humana, para la edificación de una auténtica civilización de la verdad y del amor” [1].

 

Si la “cultura” de la muerte implica una mentalidad que conduce a la muerte, la cultura de la vida implica por el contrario una mentalidad que conduce a la vida. Por consiguiente, para construir la cultura de la vida se necesita comenzar por fomentar y formar una mentalidad a favor de la vida que sustituya la mentalidad a favor de la muerte. La guerra actual entre la vida y la muerte no es un conflicto de armas, sino de ideas, y es ahí donde se libra la batalla fundamental, que es, principalmente, una batalla espiritual [2].

 

El principio fundamental de la cultura de la vida es que cada persona humana debe ser tratada como un fin en sí misma y nunca utilizada como mero medio para otro fin. Ello se debe a que cada persona humana posee un valor intrínseco y absoluto. Ello a su vez significa que toda persona humana posee un valor infinito por el mero hecho de ser persona y no por ninguna otra condición: raza, sexo, religión, status económico, político o social, estado de salud, edad, haber ya nacido o no. Este valor nunca se pierde. Comienza en la concepción y, en esta vida, continúa hasta la muerte natural. A este valor intrínseco y absoluto que toda persona humana posee le llamamos dignidad humana.

 

El principio fundamental de la “cultura” de la muerte es diametralmente contrario al de la cultura de la vida. La cultura de la vida se basa en el principio de la dignidad de la vida humana. La “cultura” de la muerte se basa en el principio de la calidad de la vida humana. Es decir, el valor de cada persona humana depende de su “calidad” de vida, la cual es determinada por aquellos que ostentan el poder y por las elites dominantes.

 

No es que la calidad de vida de las personas no tenga importancia. De hecho, todos los esfuerzos de beneficencia que los cristianos y otras personas de buena voluntad realizan en el mundo están encaminados a mejorar la calidad de vida de sus semejantes. Pero toda consideración sobre la calidad de la vida humana debe pasar primero por la afirmación del respeto a la dignidad intrínseca y absoluta de toda persona humana y no debe llevarse a cabo a expensas de ella.

 

Notas:

[1]. El Evangelio de la Vida, no. 6.

[2]. Véase Efesios 6:12-13.

 

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