Allison LeDoux

 

Es una profunda experiencia volver a leer el “Evangelio de la Vida” después de veinte años de su publicación. Esta reflexión sobre el gran tesoro que dio San Juan Pablo II en 1995, se ofrece hoy en día tal vez con mayor urgencia. Si bien en esta gran obra hay muchos temas vinculados, nos centraremos concretamente en las amenazas a la vida en su comienzo y cerca de su fin.

 

San Juan Pablo establece con gran claridad la conexión entre la gravedad del aborto y de la eutanasia. También aborda directamente las causas profundas de esta “cultura” de la muerte.  Al describir la situación de precariedad que ha generado el aumento de las amenazas a la vida en sus fases más vulnerables, utiliza palabras y frases como: delitos contra la vida de “carácter siniestro”, leyes que hacen que la legalización de estas prácticas abominables sean un “síntoma preocupante y causa revelador de un grave deterioro moral” (n. 4) y, “cada asesinato es una violación de la realeza ‘espiritual’ que se supone uniese a la humanidad en una gran familia”, como se manifiesta claramente en las relaciones entre padres e hijos, o cuando la eutanasia es apoyada y practicada (n. 8).

 

También señala la paradoja de que, si bien estos ataques contra la vida, que una vez fueron considerados “delitos”, el reconocimiento legal por parte de los estados los deforma en “derechos”.  Y continúa diciendo, “Más grave aún es el hecho de que, la mayoría de las veces, esos ataques se llevan a cabo en el corazón mismo y con la complicidad de la familia, la familia, que constitutivamente está llamada a ser el “santuario de la vida” (n. 11). Estas manifestaciones continúan sin cesar. Las trágicas historias de mujeres que han sido obligadas a someterse a un aborto, a veces incluso por sus propios padres; los padres que no tuvieron oportunidad de defender a su hijo por nacer, y aquellos que promueven o apoyan que un miembro de la familia “elija” “morir con dignidad” por suicidio con ayuda del médico, son ejemplos demasiado frecuentes del oscurecimiento de la conciencia que hace que cada vez sea más difícil distinguir entre el bien y el mal, lo que se traduce en una “profunda crisis de la cultura”.

 

Podemos pensar en la analogía de la rana dentro de una olla en agua hirviendo. Cuando cae una rana en una olla de agua hirviendo la rana inmediatamente salta escapando de la muerte. Sin embargo, si colocamos la rana primero en agua tibia y luego aumentamos lentamente el calor, la rana simplemente morirá quemada. Esta es la “cultura de la muerte” de la cual San Juan Pablo habla y que él describe como “una verdadera estructura de pecado”, que lleva a cabo “la guerra de los poderosos contra los débiles: la vida que exigiría más acogida, amor y cuidado es considerada obsoleta, o como un peso insoportable y, por lo tanto, tiene que ser rechazada de una u otra manera. Una persona que, debido a su enfermedad, a su minusvalidez o, más simplemente, por su misma existencia, y quien compromete el bienestar y el estilo de vida de aquellos que están más aventajados, tiende a ser vista como un enemigo del que hay que defenderse o eliminar. De esta manera una especie de ‘conspiración contra la vida’ se ha desatado” (n. 12).

 

Otro punto importante que el Santo Padre subraya sobre las amenazas a la vida en sus inicios, a pesar de que a menudo se pasa por alto, es que el aborto y los anticonceptivos son “frutos del mismo árbol”. La contracepción no sólo es un mal intrínseco en el sentido de que viola la ley natural y la inseparable dimensión unitiva y procreadora del matrimonio, la mentalidad contraceptiva también implica “un concepto egoísta de la libertad que ve en la procreación un obstáculo al desarrollo de la propia personalidad”, haciéndolo cada vez más evidente respecto al aborto, en particular en el aumento alarmante y la distribución de los fármacos, los cuales “actúan en realidad como abortivos en las primerísimas fases de desarrollo de la vida del nuevo ser humano” (n. 13).

 

Cuando la vida es considerada desechable en la etapa más indefensa de su comienzo, no queda mucho para que la vida sea considerada también desechable cuando se acerca a su fin. Observando el rápido desarrollo legalizado de suicidio asistido por médicos y de la eutanasia, que cada vez es más generalizado en los últimos años, podemos reconocer la trágica degradación de la vida humana. Estas bochornosas amenazas a las personas gravemente enfermas y hacia los moribundos demuestran una vez más la mentalidad distorsionada de nuestra cultura. Este tipo de ignominia es “justificada” por una serie de factores, incluida una equivocada piedad, el deseo de controlar la vida y la muerte con tal de no reconocer a Dios como su autor, e incluso razones utilitarias de “evitar gastos innecesarios que pesan sobre la sociedad” (n.15).  Por otro lado, hay un clima cultural que ha perdido todo el significado y el valor del sufrimiento, y trata de suprimir el dolor a toda costa. El Santo Padre Juan Pablo acentúa: “Este es el caso específico de la ausencia de una visión religiosa que ayude a comprender positivamente el misterio del sufrimiento” (n.15). Y agrega: “La verdadera compasión nos hace solidarios con el dolor de los demás, y no aniquila a la persona cuyo sufrimiento no podemos ocultar” (n. 66).

 

En el caso del final de la vida, cuántas veces hemos escuchado historias donde la vida ha sido  respetada, el amor ha florecido, el sufrimiento se ha hecho más llevadero como redentor, y la vida ha sido bien vivida hasta su final como reconocimiento de que hemos sido creados para la eternidad.  Sin embargo, el caso trágico de Brittany Maynard de suicido asistido, claramente ilustra lo que San Juan Pablo dice:

 

¿Qué es lo que hay en la raíz de este trágico caso omiso a la sacralidad e inviolabilidad de la vida humana? Nos hemos olvidado de Dios, y por lo tanto también nos hemos olvidado de que somos sus hijos e hijas amados y creados a Su imagen y semejanza. “Donde Dios es negado y las personas viven como si El no existiera, o sus Mandamientos no se tomaran en cuenta, la dignidad de la persona humana y la inviolabilidad de la vida humana también terminan siendo rechazadas o comprometidas” (n. 96). San Juan Pablo también reitera las palabras de la Constitución pastoral Gaudium et SpesI, no. 36 del Concilio Vaticano II: “Sin el Creador, la criatura desaparecería… cuando Dios es olvidado, la propia criatura crecerá dentro de la oscuridad”.  Por otra parte, “una vez toda referencia a Dios ha sido excluida, no es de extrañar que el sentido de todas las demás cosas resulte profundamente deformado… Así pues, es evidente que la pérdida de contacto con Dios, es la raíz más profunda de la confusión del hombre moderno” (n. 22).

 

San Juan Pablo no solamente articula los problemas de forma directa y perspicaz, sino que también nos ofrece soluciones, soluciones que se encuentran en el Evangelio de la Vida. El Evangelio de la Vida es Jesucristo Mismo.  “El proclamar a Jesús es lo mismo que proclamar la vida” (n. 80). El Evangelio de la Vida reafirma que “ser provida” y todo lo que ello conlleva va directamente al corazón de ser católico. Se podría decir que tiene que ver con la esencia del ser humano. El Evangelio de la Vida no es solo para los creyentes: es para todo el mundo… En efecto, se trata de un valor que cada ser humano puede comprender a la luz de la razón y, por tanto, necesariamente afecta a todo ser humano” (n. 101).  ¡Después de todo, que tan profunda es la verdad de que todos hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios! No importa lo mucho que lo contemplemos, nunca podremos escapar al misterio, pero podemos y debemos hacer todo lo que esté a nuestro alcance para vivirlo.

 

San Juan Pablo nos llama a “Llevar el Evangelio de la vida al corazón de cada hombre y mujer e introducirlo en lo más recóndito de toda la sociedad” (n. 80). Para mayor seguridad, es una orden que viene de arriba, pero también nos muestra las señales. Nos dice que debemos proclamar el núcleo de este Evangelio, lo que también implica dejar en claro todas sus consecuencias. Lo resume de la siguiente manera:

 

La vida humana es un don de Dios, es sagrada e inviolable. Por esta razón el aborto y la eutanasia son absolutamente inaceptables. No sólo ninguna vida humana puede quitarse, sino que debe ser protegida con amoroso cuidado. El sentido de la vida se encuentra en el dar y recibir amor, y a la luz de esto la sexualidad y la procreación humanas alcanzan su verdadero y pleno significado. El amor también da sentido al sufrimiento y a la muerte; por lo que a pesar del misterio que les rodea, pueden convertirse en acontecimientos de salvación. El respeto a la vida exige que la ciencia y la tecnología deban estar siempre al servicio del hombre y de su desarrollo integral. La sociedad en general debe respetar, defender y promover la dignidad de toda persona humana, en todos los momentos y en todas las condiciones de la vida de esa persona (n.81).

 

Como conclusión, y con gran exhortación, San Juan Pablo explica cómo el proclamar el Evangelio de la Vida es responsabilidad de toda persona y también menciona específicamente las posibilidades de hacerlo, junto con grupos especiales de personas que han de desempeñar un papel especial. Señala la importancia del encargo y la responsabilidad de los profesionales de la salud y dirigentes cívicos. Elogia el don de la maternidad, la vida de los casados que viven  en el amor auténtico y la familia como santuario de la vida. Habla de la importancia de la educación, el arte y un especial apoyo hacia los ancianos, y quizá lo más importante, el llamado de cada uno de nosotros al ministerio de servicio — a cuidar a aquellas personas necesitadas y ayudarlas en sus sufrimientos afirmándoles su dignidad como personas.

 

El regalo de la vida viene de Dios y Dios es nuestro destino final. Cuando abracemos esta verdad y comencemos a trabajar en la construcción de una Cultura de la Vida, se nos recordará que estamos en manos amorosas  y creceremos en el “gozoso conocimiento que la vida (es el) lugar donde Dios se manifiesta” (n.38). Y eso lo cambiará todo.

 

Allison LeDoux Es la directora de la Oficina de Respeto a la Vida y de la Oficina de Matrimonios y Familia para la Diócesis de Worcester, MA. La Señora LeDoux sirve como coordinadora para la región de Nueva Inglaterra en la Dirección Diocesana de Respeto a la Vida y es miembro de la Conferencia Católica de Massachusetts en los Comités de Próvida/Pro-Familia y Cuidado de la Salud. Recibió su certificación en Éticas del Cuidado de la Salud Católicas del Centro Nacional Católico de Bioética en el 2007. La Señora LeDoux y su esposo, Juan, Diacono permanente, son padres de ocho hijos. Este artículo fue publicado originalmente en inglés en el HLI Truth and Charity Forum (“Foro de la Verdad y la Caridad de HLI”, traducción libre), en www.hli.org.

 

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