Necesitamos a Dios: Los disturbios estallan cuando la fe disminuye

 

Padre Shenan J. Boquet

Presidente

Human Life International

 

Publicado originalmente en inglés el 9 de Agosto del 2020 en: https://www.hli.org/2020/09/we-need-god-riots-erupt-faith-dwindles/

 

 

Esta pérdida del sentido de la fe es la raíz profunda de la crisis de la civilización en que vivimos. Como en los primeros siglos del cristianismo, cuando el Imperio Romano estaba colapsando, todas las instituciones humanas de hoy parecen estar en el camino de la decadencia. Las relaciones entre las personas, ya sean políticas, sociales, económicas o culturales, se están volviendo difíciles. Al perder el sentido de Dios, hemos minado los cimientos de toda la civilización humana y hemos abierto la puerta a la barbarie totalitaria.   ─ Cardenal Robert Sarah, en su libro: El día ya ha pasado.

 

Una encuesta reciente encontró que el 62% de los estadounidenses tienen opiniones políticas que temen expresar públicamente porque para otros pudieran ser “ofensivas”. Este  temor ha aumentado desde 2017, porque durante ese año fue del 58%. Esta encuesta se suma a un creciente cúmulo de evidencias que confirma lo que muchos de nosotros comenzamos a sospechar desde hace años: que el discurso civil se está derrumbando.

Las personas, al parecer, se están alejando cada vez más unas de otras. En muchos casos, la conversación basada en principios comunes y en un sentido básico de respeto mutuo ya no es posible, ni siquiera es deseada. En cambio, el diálogo respetuoso está siendo reemplazado por un ciego dogmatismo ideológico, y por la difamación a priori de aquellos con quienes uno no está de acuerdo y que, cada vez, se vuelve más violenta.

Esta creciente escasez de civilidad es omnipresente en las redes sociales, donde personas de todas las tendencias ideológicas parecen deleitarse lanzándose insultos entre sí. Sin embargo, es más manifiesto en nuestras calles. Desde hace meses, nuestras pantallas televisivas se han llenado de escenas de manifestantes quemando edificios y saqueando negocios. En algunos casos, estos reportajes parecen mostrar nada menos que una guerra civil, con personas textualmente disparándose unas a otras, mientras los edificios arden en el fondo.

En un caso insólito del deseo de “normalizar” este colapso social, la semana pasada la Radio Pública Nacional (NPR) publicó una elogiosa entrevista al autor de un libro titulado: (si puedes creerlo)  “En defensa del saqueo”. El autor le dijo a NPR que el saqueo “proporciona a las personas una sensación imaginaria de la libertad y el placer, y les ayuda a imaginar un mundo que podría ser. Y creo que eso es una parte de la que realmente no se habla: que los disturbios y los saqueos se experimentan como algo alegre y liberador”.

Uno solo puede preguntarse cómo se sienten los dueños de negocios que han sido saqueados y quemados, en algunos casos después de que esos mismos dueños fueran golpeados hasta quedar sin sentido, acerca de este lado “alegre” y “liberador” del saqueo. Como escribió sarcásticamente un autor en la revista The Atlantic: “Si el cambio real y duradero que se desea lograr es quemar a la sociedad hasta que se vuelva cenizas, entonces tal vez el saqueo sea la herramienta adecuada”.

Damos mucho crédito a la mal llamada “Nueva Iluminación”

En el capítulo final de su grandilocuente perorata antirreligiosa, Dios no es grande, Christopher Hitchens pintó una imagen idílica de lo que sucedería si finalmente la religión fuera suplantada por el reino de la razón. Hay, escribió Hitchens, un “enfrentamiento entre la fe y la civilización”. Para asegurar el triunfo de la civilización, lo que se necesita, según él, es una “nueva iluminación” que derribe la fe.

Según muchos informes, ya hemos experimentado, o estamos en medio de experimentar, esta nueva y mal llamada “iluminación”. Encuesta tras encuesta muestra que cada vez menos personas se identifican como religiosas. El secularismo ateo está en su apogeo. En muchos ámbitos, por ejemplo, en nuestras universidades y periódicos, ese secularismo es la
“norma”. Y, sin embargo, uno se pregunta, ¿dónde está el nuevo florecimiento de la civilización que Hitchens nos prometió?

En un pasaje extraordinario de su reciente libro, El día ya ha pasado, el Cardenal Sarah sostiene que, contrariamente a las afirmaciones de los ateos, el culto religioso, lejos de dañar a la sociedad, es de hecho la condición previa y necesaria para la civilización. En Europa, señala el cardenal, las ciudades se construyeron literalmente alrededor del altar, “apiñadas alrededor de la iglesia que las protegía”. La civilización cristiana, añade, “nació del altar como de su fuente”.

“El sentido de lo sagrado es de hecho el corazón de toda la civilización humana”, agregó el Cardenal Sarah. “La presencia de una realidad sagrada da lugar a sentimientos de respeto y a gestos de veneración. Los ritos religiosos son el molde que da forma a todas las actitudes de cortesía. De hecho, si toda persona es digna de respeto, es fundamentalmente porque ha sido creada a imagen y semejanza de Dios”.

Los ateos militantes como Hitchens y Richard Dawkins están escandalizados por el hecho de que las diferencias religiosas y el fundamentalismo religioso a veces han causado una violencia terrible. A partir de esto concluyen que la religión es la fuente de la mayoría, o incluso, de todos los conflictos.

La adoración a Dios humaniza y civiliza al hombre

Pensarías que la sangrienta historia del siglo XX, especialmente los horrores perpetrados por los regímenes comunistas ateos, habría convencido a personas como Hitchens y Dawkins de que si eliminas la religión, el resultado no es un nuevo florecimiento de la razón, sino la mayoría de las veces es el desenfreno y la manifestación de las peores bajezas del hombre, el fruto amargo de su naturaleza caída a causa del pecado original.

La adoración del Creador, por otro lado, resulta ser la más humanizadora de todas las actividades. Como dice elocuentemente el Cardenal Sarah: “La adoración a Dios es la cualidad más grande de la nobleza del hombre. Es un reconocimiento de la cercanía benevolente de Dios y la expresión humana de la asombrosa intimidad del hombre con Dios. El hombre permanece postrado, literalmente aplastado por el inmenso amor que Dios le tiene. Adorar a Dios es dejarse quemar por el amor divino”.

La adoración a Dios pone al hombre en contacto con la dimensión de su naturaleza que más se asemeja a su Creador y hace que cultive esa dimensión invocando la lluvia estimulante de la gracia de Dios. También le recuerda que cada uno de sus semejantes comparte esta semejanza con Dios. A la luz de un auténtico culto a Dios, ya no es posible ver al prójimo como un rival; en cambio, es un dios compañero (dios con una “d” minúscula), con una dignidad y un valor profundísimo, digno de ser amado.

“La dignidad del hombre”, escribe el Cardenal Sarah,

…es un eco de la trascendencia de Dios. Pero si ya no temblamos de temor gozoso y reverencial ante la grandeza de Dios, ¿cómo puede el hombre ser para nosotros un misterio digno de respeto? Ya no tiene esta nobleza divina. Se convierte en una mercancía, en una muestra de laboratorio. Sin el sentido de la adoración a Dios, las relaciones humanas se tiñen de vulgaridad y agresividad. Mientras más respeto le tengamos a Dios en el altar, más tacto y valentía tendremos hacia nuestros hermanos.

La “cultura” de la muerte y el colapso de la civilización

El Papa San Juan Pablo II, al igual que el Cardenal Sarah, reconoció que la lucha contra la “cultura” de la muerte, y a favor de lo que él llamó una “civilización del amor”, es principalmente una batalla espiritual.

En el corazón de muchos de los peores males de la “cultura” de la muerte (el aborto, la investigación con células madre embrionarias, las tecnologías reproductivas inhumanas con sus matices eugenésicos, la eutanasia y el suicidio asistido) se encuentra este trato de los seres humanos como mercancías y especímenes para ser manipulados en un laboratorio, en lugar de ser considerados seres inmortales creados a semejanza del Dios todopoderoso. El resultado inevitable es, como advirtió el Cardenal Sarah, el mar de vulgaridad y agresión en el que estamos cada vez más inmersos.

Estamos viendo y experimentando lo que sucede cuando la Verdad – como enseñó el Papa San Juan Pablo II en su Encíclica Veritatis Splendor – es rechazada y reemplazada por ideologías relativistas y por la elevación “divina” del libertinaje humano. La razón es reemplazada por la emoción, que se desplaza fácilmente como el viento y se manipula como arcilla. El sentido de la verdad objetiva ya no existe. La gente ya no oye ni ve. Son sordos y ciegos. El bien común y la solidaridad son reemplazados por motivaciones individualistas y de auto consumo. La pregunta “¿quién es mi prójimo?” es incontestable, porque la única persona que cada cual ve es solamente el propio “yo”.

Lo que estamos viendo es lo que sucede cuando se rechaza el Bien verdadero. No hay cortesía, sino caos y locura. Se pierde el sentido del valor de la vida humana. Con esta mentalidad, cada vida humana está amenazada.

Entremos en esta batalla espiritual fortalecidos por la oración

Frente a esta locura, es comprensible, de hecho digno de elogio, que a menudo nos sintamos llamados a hacer algo para luchar contra los males que presenciamos, para combatirlos mediante la acción. El Cardenal Sarah, sin embargo, nos recuerda que, ante todo, estamos siendo testigos de un problema espiritual, y que la acción que no esté enraizada en la oración es inútil.

En su libro El día ya ha pasado, el Cardenal cita este pasaje de San Juan de la Cruz:

Que aquellos que son singularmente activos, que piensan que pueden ganar el mundo con su predicación y obras exteriores, observen aquí que beneficiarían a la Iglesia y agradarían mucho más a Dios, sin mencionar el buen ejemplo que darían, si pasaran al menos la mitad de este tiempo con Dios en oración… entonces ciertamente lograrían más, y con menos trabajo, con una obra de lo que harían de otra manera con mil. Porque a través de su oración ellos merecerían este resultado, y ellos mismos serían fortalecidos espiritualmente. Sin la oración, martillearían mucho, pero lograrían poco, y a veces nada, e incluso a veces causarían daño. Dios no permita que la sal comience a perder su sabor. Por mucho que parezcan lograr externamente, en esencia no lograrán nada; no cabe duda de que las buenas obras sólo pueden realizarse mediante el poder de Dios.

Como discípulos del Señor Jesús y defensores de la vida, debemos anclarnos en la mente y en el corazón de Cristo. Nuestro llamado es desapegarnos del ruido que desea envolvernos. Entonces, llenos de Él, y solo de Él, podremos salir a pelear la buena batalla. De lo contrario, el mal causaría que nos acobardáramos ante la batalla o que la enfrentáramos mal preparados, con el resultado de quedar totalmente abrumados. Pero cuando el Señor llena la copa, todo es posible.

Lo que hace fecundo al movimiento provida y a favor de la familia, con capacidad de transformar la cultura, es su visión radical (es decir, de la raíz) de la persona humana, de la familia y del prójimo. Esta visión, basada en Cristo, es lo que hace posible la transformación cultural. Sin Él, no lograremos nada.

En estos tiempos inquietantes e inciertos, volvamos al Señor con un intenso deseo de profundizar nuestra vida de oración. Acerquémonos a Él en la Adoración Eucarística, con una mayor devoción a la Santa Misa, reflexionando sobre los misterios de nuestra salvación en Cristo mediante el rezo diario del Santo Rosario, con la práctica de la Lectio Divina leyendo, meditando, rezando y contemplando la Sagrada Escritura, estudiando la vida de los santos y aprendiendo de su ejemplo, realizando actos de sacrificio y caridad, y recibiendo frecuentemente el Sacramento de la Confesión o Penitencia. Al civilizar nuestros propios corazones rebeldes y exponerlos al amor ardiente del Padre, seremos fortalecidos para poder traer la paz verdadera y duradera al mundo que nos rodea, cultivando y construyendo una verdadera “Civilización del Amor”.

VHI agradece a José Antonio Zunino, del Ecuador, la traducción de este artículo.

 

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