¿Por qué Cristo resucitó al tercer día y por qué esto es significativo para la defensa de la vida humana?

 

Adolfo J. Castañeda, MA, STL

Director de Educación

Vida Humana Internacional

www.vidahumana.org

Este artículo fue publicado en el Boletín Electrónico “Espíritu y Vida” de Vida Humana Internacional, el

11 de abril de 2023.

Vol. 07.

No. 17.

 

Durante su ministerio terrenal Jesús predijo varias veces y con toda claridad que los líderes religiosos de su tiempo lo entregarían a los paganos (es decir, los no judíos y en este caso los romanos) para que lo mataran, pero que resucitaría al tercer día según las Escrituras. “Tomando consigo a los Doce, les dijo: ‘Mirad que subimos a Jerusalén, y se cumplirá todo lo que los profetas escribieron sobre el Hijo del hombre: lo entregarán a los gentiles [los paganos] y será objeto de burlas, insultado y escupido; y después de azotarle le matarán; pero al tercer día resucitará” (Mateo 20:17-19; ver también 16:21 y 17:12, 22-23; Lucas 9:22; 18:31-33 y Marcos 8:31-32; 10:32-34). En 1 Corintios 15:3-4, San Pablo dice que Cristo “resucitó al tercer día, según las Escrituras”.

 

Es evidente que ni Jesús ni San Pablo se estaban refiriendo al Nuevo Testamento. Jesús habló de predicciones proféticas que obviamente pertenecen al Antiguo Testamento. Y San Pablo también se refirió al Antiguo Testamento por la sencilla razón de que el Nuevo Testamento no se había escrito todavía. Los especialistas en ciencias bíblicas nos dicen que el primer libro que se escribió del Nuevo Testamento fue la Primera Carta de San Pablo a los Tesalonicenses y que ello ocurrió hacia el año 50 DC, un par de décadas antes de que se escribieran los Evangelios.

 

El pasaje profético clave del Antiguo Testamento que indica que Cristo resucitó al tercer día es el Salmo 16:10 del Rey David. En la versión original hebrea, este texto dice: “pues no me abandonarás al Seol [el lugar de los muertos en hebreo], no dejarás a tu amigo ver la fosa”. Sin embargo, la traducción griega del Antiguo Testamento, llamada Septuaginta, es más explícita y dice “ni permitirás que tu santo experimente la corrupción” (citado en Hechos 2:27).

 

Esta traducción al griego del Antiguo Testamento o Biblia Hebrea fue hecha por especialistas judíos de la comunidad hebrea de Alejandría (Egipto) unos 200 años antes de Cristo. Los autores del Nuevo Testamento (como San Pedro y San Pablo), cuando citaban del Antiguo Testamento usaban esta versión, ya que el idioma más común durante los tiempos de Jesús en el Imperio Romano era el griego. El latín solo lo hablaban las autoridades romanas y personas de elevada formación académica.

La frase “no permitirás que tu santo experimente la corrupción” es muy importante. Para los judíos, los cadáveres comenzaban a corromperse al cuarto día. Por ejemplo, cuando Jesús pide que quiten la piedra que estaba a la entrada de la tumba de su amigo Lázaro, su hermana Marta le dice: “Señor, ya huele, es el cuarto día” (Juan 11:39). Por lo tanto, para evitar la corrupción de su cuerpo Cristo tenía que resucitar antes del cuarto día de haber muerto en la cruz.

 

Pero antes de proseguir tenemos que responder a una pregunta muy importante también. ¿Cómo sabemos que el salmista David no se estaba refiriendo a sí mismo cuando escribió el Salmo 16, sino al Mesías que Dios enviaría en el futuro? San Pedro lo explica muy bien en su primer discurso inmediatamente después de Pentecostés. Luego de citar el Salmo 16:10 (ver Hechos 2:27) en su versión griega de que el santo (Cristo) no “experimentaría la corrupción”, San Pedro añade (en Hechos 2:29-32):

 

Hermanos, se os puede decir libremente del patriarca David, que murió y fue sepultado, y su sepulcro está con nosotros hasta el día de hoy. Pero siendo profeta, y sabiendo que con juramento Dios le había jurado que, de su descendencia, en cuanto a la carne, levantaría al Cristo para que se sentase en su trono, viéndolo antes, habló de la resurrección de Cristo, que su alma no fue dejada en el Hades [el lugar de los muertos en griego], ni su carne vio la corrupción. A este Jesús Dios lo resucitó, de lo cual nosotros somos testigos.

 

San Pablo también desarrolla el mismo argumento en Hechos 13:32-37.

 

Una vez establecido que Jesús resucitó al tercer día, predicho por el Rey David en el Salmo 16:10, predicho también por el mismo Cristo y corroborado por la predicación de los Apóstoles, tenemos que responder a la pregunta de por qué Jesús murió un viernes y resucitó el siguiente domingo.

 

El pasaje clave para responder a la pregunta de por qué Jesús murió un viernes es Juan 19:14. En este versículo, San Juan Evangelista, al narrar el juicio al cual Jesús fue sometido el Viernes Santo nos dice que: “Era el día de la Preparación de la Pascua, hacia la hora sexta”. Los estudiosos de la Biblia nos dicen que antes de celebrar la Pascua (la liberación del Pueblo de Israel de la esclavitud egipcia, ver Éxodo, capítulo 12), los hogares judíos sacrificaban un cordero para ser consumido durante el día de la Pascua, que ese año fue el sábado siguiente. San Juan Evangelista al señalar que era “la hora sexta”, es decir, el mediodía, nos está diciendo que Cristo es el nuevo cordero sacrificial de la Pascua (ver The Didache Bible, página 1449). Según Benedicto XVI, unas tres horas más tarde, el cordero pascual era sacrificado en el Templo de Jerusalén. A esa hora, Cristo moría clavado en la cruz en un lugar llamado Gólgota, que en hebreo significa “lugar de la calavera” o “lugar de la muerte”.  San Juan Bautista predijo esto mismo cuando vio “a Jesús venir hacia él y dijo: ‘He ahí el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo’” (Juan 1:29).

 

Ahora queda la pregunta de por qué Jesús resucitó el siguiente domingo. Según la Biblia, el domingo es el primer día de la semana. “El primer día de la semana [el domingo en el cual Cristo resucitó] María Magdalena fue de madrugada al sepulcro” (Juan 20:1).

 

Ahora bien, si leemos las primeras páginas de la Biblia, veremos que Génesis 1:1-5 nos dice:

 

En el principio creó Dios los cielos y la tierra. Y la tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo, y el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas. Y dijo Dios: “Sea la luz”; y fue la luz. Y vio Dios que la luz era buena; y separó Dios la luz de las tinieblas. Y llamó Dios a la luz Día, y a las tinieblas llamó Noche. Y fue la tarde y la mañana: día primero.

 

Nos damos cuenta de que el autor sagrado de este relato ubica la creación en un período simbólico de siete días. Se trata de una semana compuesta por seis días de “labor” divina y un séptimo día, el sábado, día en que Dios declaró concluida Su obra creadora y día que Él santificó (ver Génesis 2:1-3). Parte del mensaje de esta narración simbólica de la creación era que el Pueblo de Dios debía descansar el sábado y dedicarlo al culto divino.

 

Pero en lo que a nosotros nos concierne el mensaje del autor sagrado también incluye el hecho de que Dios comenzó Su creación el día primero de la semana, es decir, el domingo. Para los primeros cristianos, especialmente los Apóstoles y los autores del Nuevo Testamento, el hecho de que Cristo resucitó el domingo significaba que de ahora en adelante el domingo sería el día de la semana en que el Nuevo Pueblo de Dios, la Iglesia, se dedicaría al culto divino, concretamente a la celebración de la resurrección de Cristo. San Lucas, autor de Los Hechos de los Apóstoles, nos dice que “El primer día de la semana (el domingo), estando nosotros reunidos para la fracción del pan [como los primeros cristianos le llamaban a la Eucaristía], Pablo, que debía marchar al día siguiente…” (Hechos 20:7, ver también Hechos 2:42).

 

Pero también el domingo, como primer día de la semana, significaba el inicio de una nueva creación. Una creación superior a la creación natural, una creación sobrenatural. Esa nueva creación sobrenatural consiste en que Dios, por medio de Cristo, derrama Su Espíritu Santo en los nuevos cristianos a través del Bautismo. El Bautismo nos limpia del pecado original, nos confiere la gracia santificante (la amistad con Dios), nos hace hijos adoptivos de Dios, nos convierte en miembros del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, y nos transforma en criaturas nuevas, capaces de vivir en santidad y justicia delante de Dios. La Iglesia nos enseña en el Catecismo, no. 1265, que

 

El Bautismo no solamente purifica de todos los pecados, hace también del neófito [el nuevo cristiano] ‘una nueva creación’ (2 Corintios 5:17), un hijo adoptivo de Dios (ver Gálatas 4:5-7) que ha sido hecho ‘partícipe de la naturaleza divina’ (2 Pedro 1:4), miembro de Cristo (ver 1 Corintios 6:15 y 12:27), coheredero con Él (ver Romanos 8:17) y templo del Espíritu Santo (ver 1 Corintios 6:19).

 

Nuestra última pregunta es, ¿qué implicación tiene todo esto para la causa de la defensa de la vida? Dejemos que San Juan Pablo II nos lo responda en el mismo comienzo de su maravillosa Encíclica El Evangelio de la Vida (nos. 1-2):

 

El Evangelio de la vida está en el centro del mensaje de Jesús. Acogido con amor cada día por la Iglesia, es anunciado con intrépida fidelidad como buena noticia a los hombres de todas las épocas y culturas…

 

Presentando el núcleo central de su misión redentora, Jesús dice: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Juan 10:10). Se refiere a aquella vida “nueva” y “eterna”, que consiste en la comunión con el Padre, a la que todo hombre está llamado gratuitamente en el Hijo por obra del Espíritu Santificador. Pero es precisamente en esa “vida” donde encuentran pleno significado todos los aspectos y momentos de la vida del hombre.

 

El hombre está llamado a una plenitud de vida que va más allá de las dimensiones de su existencia terrena, ya que consiste en la participación de la vida misma de Dios. Lo sublime de esta vocación [llamado] sobrenatural manifiesta la grandeza y el valor de la vida humana incluso en su fase temporal. En efecto, la vida en el tiempo es condición básica, momento inicial y parte integrante de todo el proceso unitario de la vida humana. Un proceso que, inesperada e inmerecidamente, es iluminado por la promesa y renovado por el don de la vida divina, que alcanzará su plena realización en la eternidad (ver 1 Juan 3:1-2).

 

Aquí el Santo Padre nos enseña que el mensaje central de Jesús es la vida eterna. Pero esa vida eterna presupone una vida temporal. Esa vida eterna también manifiesta el valor infinito de la vida humana en el tiempo. Si Dios nos ha llamado a una vida eterna, a una vida sin fin, es porque nos valora y nos ama infinitamente, tanto ahora en la tierra, como después en el Cielo. Por consiguiente, toda vida humana debe ser respetada incondicionalmente desde su inicio en la concepción hasta su muerte natural.

 

Se podría objetar que este argumento es de índole religiosa y que, por lo tanto, no es válido en una sociedad pluralista donde muchas personas no creen en la vida eterna o dudan de ella. Es verdad que este argumento debe estar acompañado de los aportes de las ciencias naturales y humanas, incluida una antropología (concepto de la persona humana) filosófica procedente de la recta razón y a favor del valor inconmensurable de la persona humana en su fase terrenal. Sin embargo, la belleza de este argumento religioso es tal que es capaz de atraer y hacer pensar al más incrédulo de los escépticos.

 

Nosotros los cristianos y demás personas que creen en un Dios eterno que nos llama a una vida eterna junto a Él y a nuestros seres queridos debemos tener confianza en la belleza y grandeza intrínsecas de los argumentos religiosos. Después de todo, el ser humano, lo confiese abiertamente o no, tiene en su interior una sed infinita de vida y felicidad en abundancia. Se trata de una experiencia humana originaria. Es decir, se trata de una experiencia que no solo está en el origen de la creación del hombre, sino que también está a la base toda experiencia humana. Más aún, se trata de una experiencia y un ansia de vida eterna que es parte constitutiva del ser humano. Forma parte de lo que significa ser persona humana.

 

La verdad del Cristo Resucitado, dogma central de la religión cristiana, tiene el potencial de despertar en todo ser humano esa ansia de amor y eternidad que yace en lo más profundo de su corazón. Y aquí llegamos al meollo del asunto: la vida sobrenatural y eterna a la que Cristo nos llama es una vida de amor eterno. El sentido de la existencia humana es amar y ser amado. Seamos más precisos: el sentido de la existencia humana es sentirse amado por Dios y tener la capacidad de reciprocarle con nuestro amor y de amar a los demás y ser amados por ellos. Pero solo en la eternidad se podrá experimentar a plenitud el amar y el ser amado. Creer en la vida eterna es creer que el amor es eterno, que continúa y se plenifica más allá de la muerte.

 

San Juan Pablo II también nos enseña que el ser humano no puede comprenderse a sí mismo si no se encuentra con el amor auténtico, especialmente el amor de Dios, de donde proviene todo amor (ver 1 Juan 4:7-8). Si el hombre no se encuentra con el Amor permanece siendo un enigma para sí mismo y su vida carece de sentido, especialmente del sentido trascendente, más allá de esta vida temporal.

 

Un amor que no es eterno pierde gran parte de su significado. El amor es, por definición, una realidad perdurable. Su continuación más allá de la muerte no tiene rival entre los anhelos más profundos del ser humano. Es más, podemos decir que la eternidad del amor es una de las características esenciales y constitutivas de la persona humana. Dios nos ha creado para amar y ser amados eternamente. Reiteramos, el sentido de la existencia humana es el amor, un amor que no tiene límites. Ésa es la razón principal de por qué Cristo ha resucitado.