Adolfo J. Castañeda, MA, STL

Director de Educación

Vida Humana Internacional

 

12 de enero de 2018

 

La tesis fundamental que está implícitamente presente a la base de la perversa ideología de “género” es la insensatez de pretender negar la importancia del cuerpo como dimensión intrínseca de la persona humana. De ahí que esta ideología proponga la demencial idea de que cada persona puede decidir desde su “yo” interior el “género” con el cual desea identificarse, independientemente de su sexo biológico. De ello se deduce que esta teoría proponga la existencia de un número incalculable de “géneros”, ya que son miles de millones las personas que habitan el planeta – y cada una de ellas, si quiere, puede elegir el “género” que más le plazca – aunque los que más se conocen son los de lesbiana, homosexual, bisexual y transgénero, cuyas siglas son (LGBT).

 

La implantación de esta ideología por parte de las elites dominantes – políticos, académicos, ideólogos, miembros de los medios, actores de cine y TV, etc. – está teniendo efectos muy nocivos, sobre todo en cuanto a la integridad moral de los niños, por ejemplo, a través de la “educación” sexual.

 

Otro efecto negativo es la visión incorrecta de lo que significa ser hombre y mujer, y más concretamente aún, de lo que significa ser padre y madre de familia. Dejando la identidad materna para otro artículo, podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que la falta de una clara identidad paterna constituye un grave detrimento para una sociedad. Una sociedad huérfana de padre, por defunción o por ausencia (física o espiritual), es una sociedad en camino a un grave deterioro moral y social.

 

Ahora bien, no hay otro medio más capaz de darnos una visión correcta de la paternidad que la auto-revelación de Dios en Cristo. Cristo es la revelación definitiva y completa de Dios (ver Catecismo, no. 65), y él nos ha revelado a Dios como Padre. Esa revelación tiene una importancia capital para rescatar la verdadera identidad paterna, que tanto necesita nuestra cultura actual.

 

Precisamente por ser Jesús la revelación definitiva de Dios, él es también la plenitud del cumplimiento de la auto-revelación de Dios en el Antiguo Testamento (ver Catecismo, no. 65). Por consiguiente, debemos comenzar por explorar, aunque sea brevemente, cómo se reveló Dios como Padre antes de la venida de Cristo al mundo.

 

El primer dato que encontramos en la revelación que Dios hace de sí mismo en la Biblia, interpretada auténticamente solamente por el Magisterio de la Iglesia (ver Catecismo, no. 85), es que Dios es llamado Padre en cuanto Creador del mundo” (ver Catecismo, no. 238). En efecto, la Biblia dice: “¿Así es como le pagan al Señor? Pueblo necio y sin sabiduría, ¿no es Él tu Padre, tu creador?” (Deuteronomio 32:6). Y también dice: “¿Acaso no tenemos todos un mismo Padre, que es el Dios que a todos nos ha creado?” (Malaquías 2:10).

 

Dios también es llamado Padre de Israel en virtud de la Alianza que ha establecido con Israel y el don de la Ley que le ha dado a Su Pueblo elegido, a quien llama su “primogénito”. A las preguntas de Moisés de cómo podrá salvar a Israel de la esclavitud en Egipto, Dios le responde: “Le dirás al faraón: ‘Así dice el Señor: Israel es mi hijo mayor’” (Éxodo 4:22, ver  Catecismo, no. 238).

 

También Dios es llamado el Padre del rey de Israel. Por medio del profeta Natán, Dios se dirige a David y a los reyes que le sucederían diciéndole: “Yo le seré un padre, y él me será un hijo” (2 Samuel 7:14).

 

De manera muy especial, Dios es llamado “el Padre de los pobres, del huérfano y de la viuda, que están bajo su protección amorosa” (Catecismo, no. 239). Al respecto, el salmista canta: “Dios, que habita en su santo templo, es padre de los huérfanos y defensor de las viudas” (Salmo 68:5).

 

En toda esta revelación de Dios como Padre en el Antiguo Testamento, resaltan las características esenciales de la paternidad divina. Primero, es un Padre generoso en cuanto a crear nuevas vidas (Padre Creador). Segundo, es un Padre que está irrevocablemente comprometido con ser guía de su “hijo Israel” (la Alianza que ha establecido con Su Pueblo). Esta función de guía es reforzada de autoridad al revelarse como Padre de los reyes de Israel, a través de los cuales es Dios mismo el que guía a Su pueblo. Pero esa autoridad es expresada de manera amorosa y solícita, porque Dios se revela como Padre del huérfano y protector de las viudas. En resumen: la paternidad divina se caracteriza por la generosidad en dar vida, la autoridad para guiar esa vida, la protección y provisión que da a la vida que guía, y el amor con el que realiza cada una de estas funciones.

 

Ahora vamos a explorar brevemente por qué Jesús revela a Dios como su Padre, qué significado tiene esa revelación y qué implicaciones tienen ambas cosas para una correcta visión de la paternidad humana.

 

Comenzando con el por qué Jesús revela a Dios como su Padre, hay un dato más que señalar en cuanto a la revelación de Dios como Padre en el Antiguo Testamento. La Iglesia nos enseña que “al designar a Dios con el nombre de ‘Padre’, el lenguaje de la fe indica principalmente dos aspectos: (1) que Dios es origen primero de todo y autoridad trascendente y (2) que es al mismo tiempo bondad y solicitud amorosa para todos sus hijos” (Catecismo, no. 239, el énfasis es nuestro).

 

A continuación, la doctrina de la Iglesia aclara que “esta ternura paternal de Dios puede ser expresada también mediante la imagen de la maternidad” (Catecismo, no. 239, el énfasis es nuestro). Por ejemplo, Dios se dirige a Su Pueblo diciéndole: “Como una madre consuela a su hijo, así yo los consolaré a ustedes” (Isaías 66:13). También el salmista expresa su absoluta confianza en Dios cantando: “Estoy callado y tranquilo, como un niño recién amamantado que está en brazos de su madre” (Salmo 131:2). Respecto de esta imagen maternal de Dios, la Iglesia nos enseña que ésta “indica más expresivamente la inmanencia de Dios, la intimidad entre Dios y Su criatura” (Catecismo, no. 239, el énfasis es nuestro).

 

Basados en esta doctrina, podemos afirmar que la referencia a Dios como Padre apunta a Su trascendencia; mientras que la imagen maternal se refiere a su inmanencia. Ahora bien, la trascendencia de Dios se refiere al hecho de que el Ser de Dios es absoluta e infinitamente superior al ser creado, no significa para nada una “lejanía” de Dios. Mientras que la inmanencia de Dios se refiere al hecho de que ese Dios trascendente está siempre amorosamente presente en cada una de sus criaturas. No hay ninguna oposición entre estas dos dimensiones del Ser de Dios.

 

Sin embargo, sí hay que señalar que es la trascendencia de Dios lo que hace posible su inmanencia. Si Dios no fuera de verdad Dios, no podría ser inmanente. Por consiguiente, la trascendencia divina tiene precedencia sobre Su inmanencia, incluso es la causa de esta última (ver Manfred Hauke, Women in the Priesthood? San Francisco: Ignatius Press, 1988, pp. 221-225.)

 

Por esta razón se entiende que el aspecto maternal de Dios en la revelación divina sea una imagen, muy expresiva por cierto, de Su presencia amorosa entre nosotros. En cambio, el nombre de “Padre” no es una imagen o símbolo, sino que expresa realmente lo que Dios es en Sí mismo. La Iglesia lo explica muy bien cuando nos enseña: “Conviene recordar, entonces que Dios trasciende la distinción humana de los sexos. No es hombre ni mujer, es Dios. Trasciende la paternidad y la maternidad humanas, aunque sea su origen y medida. Nadie es padre como lo es Dios” (Catecismo, no. 239, el énfasis es nuestro).

 

En otras palabras, no es la experiencia humana de la paternidad lo que hace que llamemos a Dios “Padre”, sino al revés, es porque Dios es Padre que tenemos la experiencia de la paternidad humana. Esta última se deriva de la primera. Aunque en el orden del tiempo conocemos primero a nuestros padres y luego proyectamos esa imagen (buena o mala) a Dios Padre, no debemos confundir ese orden cronológico y la experiencia psicológica que en ese orden ocurre, con la realidad ontológica (es decir, que se refiere al Ser de Dios) de que Dios es Padre. San Pablo expresa muy bien esta verdad cuando nos enseña por medio de una bella oración lo siguiente: “Por esta razón me pongo de rodillas delante del Padre, de quien recibe su nombre toda la familia, tanto en el cielo como en la tierra” (Efesios 3:14, referido en Catecismo, no. 239, el énfasis es nuestro).

 

Jesús es, en su propia persona, la culminación y la plenitud de la revelación de Dios (ver Catecismo, no. 65, ver también Hebreos 1:1-4). “Jesús ha revelado que Dios es ‘Padre’ en un sentido nuevo: no sólo en cuanto a Creador, es eternamente Padre en relación a su Hijo Único, que recíprocamente sólo es Hijo en relación a Su Padre” (Catecismo, no. 240). Por eso, Jesús mismo nos enseña que “Nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mateo 11:27). Por consiguiente, Dios es Padre en Sí mismo y no sólo en su relación con las personas humanas.

 

De manera que la solución a la deformación que ha sufrido la imagen de la paternidad humana en nuestra cultura actual NO es abandonar la revelación divina y la doctrina de la Iglesia de Dios como Padre, sino corregir esa deformación expresando, siempre con amor, respeto y humildad (ver 1 Pedro 3:15), el concepto correcto de Dios como un Padre que es generoso en crear nuevos hijos e hijas, cuya autoridad es un servicio amoroso para guiar con Su sabiduría a Sus hijos e hijas, así como ser un proveedor y protector de ellos y ellas.

 

Los padres humanos deben ejercer estas características de Dios Padre. Deben ser generosos junto a sus esposas en la transmisión de la vida, deben guiar con sabiduría y amor (¡nunca con despotismo ni falta de respeto!) a su esposa y a sus hijos, y ser valientes protectores y responsables proveedores de su familia.

 

El cobarde abandono (espiritual o físico) de sus familias por parte de no pocos padres es una de las tragedias más espantosas que sufre nuestra sociedad actual. Peor aún, de hecho es abominable, es el abuso (verbal o físico) que algunos padres ejercen sobre sus esposas o sus hijos. La irresponsabilidad sexual de no pocos hombres que cometen fornicación o adulterio es también una catástrofe social, causante de pobreza, daño psicológico y espiritual, e incluso abortos. Esta irresponsabilidad es exacerbada por el machismo, ideología que estúpidamente plantea que se es “más hombre mientras más aventuras sexuales se tenga”. Ello no es otra cosa que una desvergonzada traición a lo que de verdad significa ser hombre y, eventualmente, ser padre.

 

Los hombres, desde el momento mismo del comienzo de su existencia, tienen grabado en su naturaleza masculina, la dimensión y el llamado divino a ser padres, tanto en la vocación matrimonial, como en la vocación al celibato por el reino de los cielos. No se trata solamente de funciones y características, sino de que éstas fluyan del ser  masculino y paterno.

 

Trágicamente, la ideología de “género”, la anticoncepción, el aborto, el machismo, el feminismo antivida y otros factores han causado una gravísima distorsión de la imagen paterna y están contribuyendo a la destrucción de una sociedad que, durante dos mil años, ha tenido su fundamento en la doctrina de Cristo y de su Iglesia.

 

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