Restauremos el sentido de nuestra dignidad durante las Navidades
Padre Shenan J. Boquet
Presidente
Human Life International
Este artículo fue publicado originalmente en inglés el 26 de diciembre de 2022 en: Restoring Human Dignity at Christmas | Human Life International (hli.org).
Y fue publicado en español en el Boletín Electrónico “Espíritu y Vida” de Vida Humana Internacional el
5 de enero de 2023.
Vol. 7
No. 01.
También fue publicado en www.vidahumana.org en Cultura de la vida\Vida espiritual\21
De parte de toda la familia global de Human Life International y de la mía propia les deseo a todos una muy feliz temporada navideña y un muy feliz año nuevo 2023 en el Señor de la Vida.
No hay día festivo en el calendario litúrgico de la Iglesia que tenga tanto sentido para mí, como activista provida o que me haga sentir tanto gozo, que la Navidad. Todo, absolutamente todo, por lo que luchamos aquí en Human Life International está encapsulado en esos primeros capítulos de los Evangelios de Lucas y Mateo, y en la hermosa escena de Belén.
No es coincidencia que el Papa San Juan Pablo II haya comenzado su brillante encíclica provida, Evangelium Vitae, recordándonos el relato de la Navidad. En el número 2, el Santo Padre nos expresa que,
En la aurora de la salvación, el nacimiento de un niño es proclamado como gozosa noticia: «Os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor» (Lucas 2:10-11). El nacimiento del Salvador produce ciertamente esta «gran alegría»; pero la Navidad pone también de manifiesto el sentido profundo de todo nacimiento humano, y la alegría mesiánica constituye así el fundamento y realización de la alegría por cada niño que nace (ver Juan 16:21).
De cierta manera no se necesita decir nada más. Uno podría pasar el resto de su vida contemplando la verdad expresada en esas pocas afirmaciones. ¡Imaginemos por un momento un mundo en que cada persona aceptara la verdad que encierran estas palabras! ¡Imaginemos el gozo que tienen que haber sentido María y San José al sostener en sus brazos al Niño Dios en Belén!
Un paganismo inhumano
Es importante recordar cuánto desprecio existía hacia la vida humana antes de la venida de Cristo al mundo. En la época en que Jesús nació en Belén, Israel vivía bajo la ocupación romana. En el Imperio Romano, si bien los ciudadanos romanos tenían protecciones legales significativas, los que no eran ciudadanos a menudo eran tratados como si fueran descartables.
Este inhumano trato ciertamente era aplicable a los niños no nacidos o recién nacidos. Como nos relata el historiador W.V. Harris: “Era muy probable que el aborto constituía una práctica muy difundida en el Imperio Romano”. Además, continúa explicando Harris:
El exponer a la intemperie a los niños recién nacidos – una práctica que a menudo, aunque no siempre, resultaba en la muerte – estaba muy difundido en muchas partes del Imperio Romano. Este trato era infligido en una gran cantidad de niños cuya viabilidad y legitimidad físicas no eran puestas en duda. Era la manera más frecuente, aunque no la única, por medio de la cual muchos recién nacidos eran muertos, y en muchas, quizás en la mayoría de las regiones, era un fenómeno muy conocido.
Esta manera de cometer infanticidio perdió poco a poco el apoyo de la población. Eventualmente fue declarada ilegal en el siglo III DC. Pero en la realidad, la práctica continuó hasta mucho después. Los niños que eran considerados no deseables o que no cumplían con los “estándares” del pater familias, es decir, del padre y cabeza de la casa, eran abandonados a morir una muerte lenta y miserable de frío, hambre y sed. Aún los pensadores más sabios y entendidos de la época, cuyos contemporáneos consideraban “humanistas”, defendieron esta bárbara práctica eugenésica.
Hay más evidencia de lo poco que los antiguos paganos valoraban la vida humana. Se trataba de la horrible práctica de enviar a los esclavos gladiadores y a otros hombres capturados en las guerras a la arena del circo romano a pelear entre sí hasta la muerte de los vencidos. Estos brutales espectáculos servían de entretenimiento al populacho romano.
En su libro Daily Life in Ancient Rome (“La vida diaria en la Roma antigua”, traducción libre), el historiador Jerome Carcopino describe cómo los deseos y pasiones más bajas por contemplar el combate entre gladiadores se difundieron a través del Imperio Romano. Ello motivó la construcción de inmensos anfiteatros en la mayoría de las principales ciudades y pueblos. En estos enormes edificios, a menudo con un cupo de decenas de miles de personas, las muchedumbres miraban morir a muchos hombres a manos de otros gladiadores más fuertes y habilidosos. A veces también los gladiadores morían entre las fauces y las garras de animales salvajes contra los cuales tenían que combatir. En las palabras de Carcopino:
Los miles de romanos que día tras día, desde la mañana hasta la noche, se complacían en este tipo de matanzas sin derramar una sola lágrima por aquellos que morían, sino al contrario, multiplicaban sus apuestas, no aprendían nada más que sentir desprecio hacia la vida humana y su dignidad.
También los sirvientes de las haciendas romanas carecían de todos los derechos fundamentales y estaban completamente sometidos al poder del pater familias. Era considerado completamente normal, por ejemplo, que los ciudadanos romanos que eran sus dueños los utilizaran como esclavos sexuales. Además, el pater familias podía matar a sus sirvientes con total impunidad legal. De hecho, la ley romana permitía al pater familias matar o vender como esclavos a sus propios hijos ya crecidos sin ninguna, o con muy pocas, consecuencias legales.
La restauración cristiana
Cristo nació precisamente durante esta época de tanta barbarie. Con su nacimiento, causó una revolución moral o, mejor dicho, una restauración moral y espiritual.
Adán, el primer hombre, era la imagen y precursor de Cristo. En su estado de inocencia original, por medio del cual vivía en perfecta harmonía con su Creador, Adán era la imagen de todo lo que los seres humanos eran por naturaleza y podrían llegar a ser por medio de la gracia de Dios.
Hamlet, el personaje del famoso dramaturgo inglés, Guillermo Shakespeare, dijo lo siguiente de los seres humanos en su famoso soliloquio:
Cuán noble por causa de su razón
Cuán infinito en sus facultades
Cuán admirable en su forma de actuar y expresarse
En su actuar como un Ángel
Cuán parecido a un dios en su aprehensión [modo de comprender]
La belleza del mundo
El parangón [incomparable] de los animales
Dios había creado a la persona humana para que fuera todo esto que dijo Shakespeare a través de Hamlet. La imagen más perfecta en toda la creación visible de Dios Mismo, el reflejo de la grandeza del Creador en su posesión de la recta razón y de la recta voluntad.
Pero luego vino el pecado de Adán, el cual desfiguró esta imagen. Tanto dañó (aunque no destruyó del todo) el pecado original la imagen divina en el ser humano que muchas veces éste olvidó por completo el hecho de que llevaba en su ser la imagen de Dios. El libro del Génesis nos relata el primer fratricidio que fue cometido por Caín, hijo de Adán y Eva, contra su hermano Abel (Génesis 4:8). Una vez cometido este primer asesinato, el mal y el pecado se difundieron por todas partes. Los homicidios, la guerra, el genocidio, la avaricia, la esclavitud, la tortura y otros crímenes llenaron la tierra.
Y luego, por medio de un acto de pura misericordia, “en la plenitud de los tiempos” (Gálatas 4:4), Dios envió a Su Hijo Unigénito, para recordarnos quiénes somos nosotros y para redimirnos con Su Sangre. Cristo, el nuevo Adán, restauró la raza humana a la armonía con su Creador a través de la más íntima unión posible del hombre con Dios: la unión de dos naturalezas, la de Dios y la del hombre en la divina persona de Cristo.
Como expresaron los Padres del Concilio Vaticano II en el documento Gaudium et Spes, no. 22:
En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación…
El que es imagen de Dios invisible (Colosenses 1:15) es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En él, la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejantes en todo a nosotros, excepto en el pecado.
Recuperar la conciencia de la imagen de Dios en nosotros
Tal acontecimiento, el descenso de Dios Mismo en la carne humana en la forma de un bebé inocente y desvalido, no podía sino tener profundas consecuencias para la raza humana. Si Dios Mismo consideró que la naturaleza humana era tan valiosa que estuvo dispuesto a asumirla y si estuvo dispuesto a sacrificar Su vida para redimir nuestra raza perdida, entonces, ¿cuán valioso es cada uno de nosotros?
No es coincidencia que el ascenso del cristianismo en medio del Imperio Romano condujo a una manera radicalmente distinta de concebir a la persona humana. A la luz de la Encarnación, ya no era posible para los creyentes en Cristo aceptar la cruel matanza y abuso de seres humanos que no cumplían con ciertos criterios arbitrarios impuestos por las élites dominantes.
Es cierto, la matanza y la esclavitud no cesaron de existir de inmediato. De hecho, todavía no han dejado de existir del todo. Pero dondequiera que el cristianismo se ha difundido, una nueva norma moral ha penetrado el corazón y la mente de la gente. Y esta norma exige que a los seres humanos se les reconozca su valor como imágenes del Dios viviente y que, debido a ese valor, sean amados con un amor que llega hasta el sacrificio. Ese amor de sacrificio, que el mismo Cristo nos demostró, es la única respuesta conmensurable con la dignidad humana.
Desde su inicio, los cristianos se ganaron la reputación de estar dispuestos a rescatar a los recién nacidos que habían sido abandonados. Los decretos oficiales de la Iglesia primitiva proporcionaban ayuda para las madres de recién nacidos que pasaban por situaciones difíciles. Decretaban que los templos cristianos se convirtieran en lugares de refugio donde las mujeres pudieran dejar a sus recién nacidos sabiendo que iban a recibir todo el cuidado que necesitaban. En poco tiempo, los cristianos establecieron orfanatos y otras instituciones que proporcionaban ayuda para las necesidades de estos niños, cuyo número se multiplicaba año tras año.
Los teólogos y predicadores cristianos desarrollaron la noción del valor o dignidad intrínseca de la persona humana, vista desde el prisma de la Encarnación. Por ejemplo, en una homilía mordaz en el siglo IV, el Padre de la Iglesia San Gregorio de Nisa, denunció la práctica – difundida por doquier en el mundo pagano – de poseer esclavos, señalando que todo ser humano ha sido creado a imagen y semejanza de Dios:
Si el hombre ha sido creado a semejanza de Dios y reina sobre toda la tierra, y ha sido dotado por Dios de autoridad sobre todas las cosas sobre la tierra, dígame usted: ¿Quién es el comprador? Aquel que conocía la naturaleza de la humanidad dijo con toda razón que ni el mundo entero se podría dar a cambio de un alma humana. Por lo tanto, dondequiera que un ser humano es puesto a la venta, nada menos que el dueño de la tierra es conducido a la sala de ventas.
La Navidad y el nuevo paganismo
La dureza del corazón humano es tal que muchos se han negado a recibir el mensaje de amor del Evangelio. En nuestros días, aún en naciones que antes se consideraban cristianas, estamos siendo testigos de la aceptación, a gran escala, de un nuevo paganismo.
A medida que este nuevo paganismo se difunde, el respeto por la dignidad humana continúa erosionándose. En naciones que eran cristianas, la “cultura” de la muerte ha estado en ascenso desde hace décadas. Este ascenso comenzó con la separación de la procreación del acto conyugal por medio de la aceptación de la anticoncepción, luego la legalización del aborto, y más recientemente el surgimiento de las destructivas “tecnologías reproductivas” y la creciente aceptación de la eutanasia y el suicidio asistido por médicos.
El mensaje de la Navidad es más necesario que nunca antes
No cabe la menor duda de que en este momento de la historia el mensaje de la Navidad es más necesario que nunca. Si cada mujer embarazada pudiera responder a la noticia de que hay un niño que se desarrolla dentro de su seno con la fe y el amor de la Virgen María, con las palabras con las que la Santa Madre de Dios respondió al Arcángel San Gabriel: “Hágase en mí según tu palabra”, ¡cuán distinto sería el mundo!
Si nuestra cultura pudiera comprender lo que comprendió San Juan Bautista cuando todavía estaba en el seno de su madre Santa Isabel. El santo bebé por nacer, a los seis meses de concebido, saltó de gozo dentro de su madre movido por el Espíritu Santo ante la presencia del diminuto Jesús dentro de la Virgen Santísima apenas unos días de concebido, cuando la Madre del Redentor visitaba a su prima Santa Isabel, la madre del Precursor del Redentor. Respecto de esta escena tan maravillosa, el Papa San Juan Pablo II también se sintió movido a escribir en su Encíclica El Evangelio de la Vida, no. 45:
El valor de la persona humana desde el momento de la concepción es celebrado durante el encuentro entre María Santísima y Santa Isabel. Son precisamente los dos niños por nacer los que revelan el advenimiento de la Era Mesiánica. En ese encuentro, el poder redentor de la presencia del Hijo de Dios entre los hombres por primera vez se hace operante.
Si nuestros legisladores pudieran comprender la inmensa belleza y la santidad fundamental de la escena de Belén: un hombre y una mujer unidos en amoroso matrimonio, unidos junto al pesebre donde yace acostado el Niño Dios. Allí, modelado en su forma perfecta, se encuentra el núcleo del cual pende toda nuestra civilización. Aún en medio de la pobreza y las dificultades, la familia es el lugar del amor y de la comunión entre las personas. Este amor y esta comunión se difunden por todo el mundo, creando lo que San Juan Pablo II ha llamado “la civilización del amor”.
Durante el resto de esta temporada navideña meditemos en la escena de Belén. Penetremos el misterio del amor de la Sagrada Familia y preguntemos cómo podemos imitar ese amor en nuestras propias familias. Contemplemos ante nosotros al Dios-hombre en la forma de un bebé desvalido. Pidamos a Dios que el mundo entero despierte ante la inmensa dignidad de cada ser humano. Pidamos a Dios que ponga fin al aborto, a la guerra, a los ataques contra la familia y a toda forma de violencia y explotación que degrada nuestra naturaleza humana.
Oremos junto a los ángeles durante cada Misa en la que participemos durante el resto de esta temporada navideña: “Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor”.
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