La planificación natural de la familia promueve el conocimiento de la naturaleza femenina, de manera que seamos capaces de emplearla para conseguir o evitar a voluntad el embarazo de forma fácil y segura. Al estar abierta a la vida, promueve el amor entre los esposos y hacia sus hijos.

Los métodos naturales pueden ser empleados en cualquier momento, desde la primera menstruación hasta la menopausia, por ser aplicables a todas las fases de la vida reproductiva de la mujer, tanto si su ciclo es regular como si presenta ciclos irregulares, esté lactando a su hijo, se halle en el estado pre-menopaúsico o en cualquier otra situación.

Por contraste, los métodos artificiales de planificación de la familia, más comúnmente conocidos como “anticonceptivos”, han sido diseñados para destruir la fertilidad de la mujer. Esto conlleva una actitud negativa de rechazo a la vida, que convierte a la mujer en objeto de placer sexual y la lleva a rechazar lo más sublime que tiene, su capacidad de ser madre. Además,  algunos de estos métodos son abortivos e implican altos riesgos para la salud de la mujer.

San Juan Pablo II expresa con mucha elocuencia la gran diferencia entre la anticoncepción y la planificación natural de la familia (PNF). El Santo Padre basa su reflexión precisamente en la experiencia de los matrimonios que practican la PNF cuando tienen motivos serios para espaciar los nacimientos de sus hijos:

“A la luz de la misma experiencia de tantas parejas de esposos y de los datos de las diversas ciencias humanas, la reflexión teológica puede captar y está llamada a profundizar la diferencia antropológica y al mismo tiempo moral, que existe entre el anticoncepcionismo y el recurso a los ritmos temporales. Se trata de una diferencia bastante más amplia y profunda de lo que habitualmente se cree, y que implica en resumidas cuentas dos concepciones de la persona y de la sexualidad humana, irreconciliables entre sí.

“La elección de los ritmos naturales comporta la aceptación del tiempo de la persona, es decir de la mujer, y con esto la aceptación también del diálogo, del respeto recíproco, de la responsabilidad común, del dominio de sí mismo. Aceptar el tiempo y el diálogo significa reconocer el carácter espiritual y a la vez corporal de la comunión conyugal, como también vivir el amor personal en su exigencia de fidelidad.

“En este contexto la pareja experimenta que la comunión conyugal es enriquecida por aquellos valores de ternura y afectividad, que constituyen el alma profunda de la sexualidad humana, incluso en su dimensión física. De este modo la sexualidad es respetada y promovida en su dimensión verdadera y plenamente humana, no «usada» en cambio como un «objeto» que, rompiendo la unidad personal de alma y cuerpo, contradice la misma creación de Dios en la trama más profunda entre naturaleza y persona”.

Exhortación Apostólica Familiaris consortio, sobre la familia cristiana en el mundo actual, 1981, no. 32. Véase nos. 28-32.

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