Algunos argumentan que el (falso) “derecho” a morir por la propia mano debe existir, si es la propia persona la que lo decide. En primer lugar se trata de un argumento circular y por tanto falaz. Decir: “yo tengo el derecho a suicidarme porque yo lo decido” no prueba absolutamente nada. En el fondo implica que la decisión propia lo justifica todo, lo cual es una aberración y la destrucción, a nivel de principio, no sólo de la vida misma, sino de la convivencia social.

 

Pero lo peor de esta mentalidad es la concepción errada de la persona humana que está a la base de la misma. En efecto, si yo digo que es lícito matar a alguien, ayudarlo a que se mate o matarme a mí mismo porque está (o estoy) sufriendo o porque su (o mi) vida “carece de la calidad o sentido suficiente”, entonces yo estoy diciendo que la vida humana y en último caso la persona humana tiene un valor extrínseco y relativo, es decir, condicionado a la posesión de ciertas cualidades o ventajas. Estoy diciendo que la persona humana carece de una dignidad o valor intrínseco y absoluto, es decir, que no vale por el mero hecho de ser persona, sino a condición de que posea ciertas cualidades (de salud, etc.) que la sociedad considera necesarias para que merezca seguir viviendo.

 

Esa forma de pensar, además de inhumana y equivocada, es extremadamente peligrosa, ya que conlleva a un declive resbaloso e interminable de muerte. En efecto, los promotores de la eutanasia y del suicidio asistido comenzaron con retirarle el agua y los alimentos a los pacientes comatosos, luego promovieron la falsa “solución” de darle una inyección letal con el consentimiento de sus familiares, ahora en Holanda están matando a los pacientes terminales y a los ancianitos aún sin su consentimiento, luego han continuado eliminando aún a aquellos que no son pacientes terminales ni pacientes graves ni ancianos. El “control de calidad” no tendrá fin.

 

Y no estamos diciendo que la calidad de la vida del paciente no tenga valor. Pero todo argumento en pro de la calidad de la vida tiene que suponer primero la dignidad de la vida, es decir, su valor intrínseco e inviolable, el cual debe ser siempre respetado y contra el cual nunca se debe atentar directamente.

 

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